domingo, 17 de mayo de 2009

el agua que no deja de absorberse

Antes de la noche y después de clase, un paréntesis que se abre mientras camino rumbo al metro; casi siempre treinta minutos o menos. Supongo que al caminar me voy dejando un poco en cada paso. Aun de realizar la misma caminata 3 veces a la semana en el mismo horario, pocas veces vuelvo a ver rostros de días anteriores; siempre es gente nueva, desconocida.

A veces cuando camino, añoro alguna compañía. Siempre que hay alguna, la detesto.

La caminata que es el dialogo privado. Los pasos y las palabras que se piensan, las imágenes que se suceden, las compañías que se añoran. Mi paréntesis que permite aclararme un poco ante mí mismo. Siempre en el mismo lugar, una coladera abierta -se sabe los lugares pocas veces deciden irse- que incita a caer. Siempre al verla, un temor por algún descuido y alguna caída inevitable -se sabe el miedo ante lo cotidiano, pocas veces se va.

El miércoles en mi paréntesis, descubrí las decenas de charcos que fueron quedando después de la lluvia de media tarde. Antes de los charcos, la clase y las lluvia que en cada gota iba dejando un sonido que después fue el silencio. En clase, a través de la ventana, veo las gotas caer ante el pavimento, la velocidad en que se suceden las unas con las otras me hipnotiza, la mirada se alza y afirma el cielo que continua nublado. Surge la pregunta que de niño formulaba; ¿cuanta agua caera en cada llovizna? Después de eso la tarde que cede y la noche se va creando. En el agua estancada, las ramas de los arboles que se reflejan; el agua que no se deja de absorber y tampoco deja de ser agua.

Pienso en un compañía que no cansaría: su semblante ante clase contenida y ella a un lado de la ventana inclina el rostro para leer un poco. Recuerdo las palabras que nunca digo cuando estoy frente a ella; la sensación de pasmo. Imagino la forma en que tal vez, caminaríamos; las palabras calladas y los cabellos volando por el viento vespertino, la luz gris que ilumina la tarde y la presencia de la noche.

Ya en el metro, después de los charcos, me doy cuanta que fueron treinta minutos o más.