miércoles, 29 de julio de 2009

faroles suspendidos

Hoy rumbo a CU la prisa y los taxis. El camión lentísimo que parecía caminar cuando yo necesitaba el vuelo. Odio la prisa, me pone nervioso. Los taxistas, el de ayer y el de hoy al menos, con una amabilidad que desarmaba, así pagar no pesa, bueno, un poco pero no tanto.

Hace unos días, mientras caminábamos por el parque España, de noche a media luz, con los faroles como suspendidos en lo follajes oscuros, profundos, M preguntaba que adjetivo desearía que rijiese mi vida, ella elegiría el de amabilidad, el cual tanto le cuesta y tanto le alegra. No contesté súbitamente, no pude caminaba y sentía el dolor de mi empeine izquierdo por mi mala técnica al correr. Seguimos caminando. Después mientras compartíamos suspiros y palabras de despedida contenidas, no dichas, surgió la respuesta; lentitud.

Alguien en La Habana frente al espejo -no recuerdo quien pero sí el contexto en que surge; la naturaleza lenta del movimiento corporal en danza-le hace ver a Alma Guillermoprieto la lentitud natural, no aquella que fuerza el detenimiento, sino aquella que lo produce, ligera, naturalmente. Como la caída de las hojas en otoño, una lentitud no impuesta sino sensible; no detiene sino crea.
Esto no lo pensé frente a M, sino ahora que yace en otro lado, otro país. Nuestras últimas tardes transparentes que dejaron una lentitud que nos permitió una amistad deslizada en la cual nos dejamos caer, contentos.
Al final en una cafetería mientras hablábamos, su abrazo lanzado, súbito. Yo la recibí, y de nuevo frente a la firmeza de los gestos, las palabras, pertinentes, dejaron suceder el gesto. Con ella allí me quedo en ese abrazo, que aun sigue, que aun nos contiene.

Hoy soñé con el último suspiro compartido con M, ambos caminando en un domingo aletargado, de noche. Esta vez no había faroles supendidos, apenas una espesa niebla. Soñé también con la caminata que hacía después de dejarla en su apartamento, una caminata que surgía no para alrgar el momento sino para difuminarlo, para pensarlo; una extensión que creaba. Soñé con los minutos frescos que deja el caminar, la noche. Desperté tranquilo, suspirando también.

domingo, 26 de julio de 2009

miércoles, 8 de julio de 2009

huellas

Hace algunos días leía de frente a la ventana de mi habitación que da a una enorme enredadera, alumbrado apenas por mi lampara de escritorio, Al sur de la frontera, al este del sol de Murakami. Libro que me habían regalado -me lo regaló C, mi C discreta y muy querida, junto a Singapur de A. G. Porta, libro en el que ambos, cual novela de Goran Petrovic nos reencontramos- días atrás, un libro por cierto que hace tiempo pude haber leído y nunca leí. Extraña manera en que el libro se acopló a mi vida de aquellos días que aun son estos días, como si hubiese estado esperando el momento preciso para ser leído; como si supiera que su sentido extraliterario surgiría tan sólo en estos días en que mi pasado -cual el eterno retorno- va dejándose caer en retazos que insinúan ese tiempo perdido, muerto.

La novela que no es más que la historia de un hombre que conforme va viviendo se encuentra con el cauce actual de aquel pasado que dejó; la realidad ridícula de los amores de infancia, la soledad y el presente enclaustrado. Esa es una realidad -el rostro actual del pasado-, la otra es el semblante actual -el propio-, ajeno también a eso que fue.

¿En qué pliegue de nosotros van quedando las miradas, las sonrisas,los primeros besos y el rubor con ellos; el primer estremecimiento?

A veces quiero creer que todo eso que hubo ha dejado un rastro invisible en mí, que todo lo pasado me ha cambiado un poco, que cada beso dado mantiene aún rastros de aquellos otros labios, de aquellas miradas recibidas, de aquellas caricias... cuando me miró en el espejo no veo nada, cierro los ojos y allí está todo...

Hace unos días cuando la besaba me sorprendía la forma en que se entrega en cada beso, esa forma que tiene de cerrar los ojos, de dejar de ver y abrirse a la sensación en sí. Recordé todos los rostros con ojos cerrados que he visto en mi vida, en todos trasluce esa entrega y esa confianza. Pocas veces me he entregado como ella -como ellas-, quisiera volver a sentir esa necesidad de cerrar los ojos y no abrirlos, de entregarme a la sensación en sí... aun hay en mi huellas ligeras de aquella vieja sensación de entrega, quisiera volver a vivirla.

Hace algun tiempo le preste un libro a V, en el libro que le presté hay una huella suya apenas perceptible; la parte inferior de la portada luce ligeramente arrugada...conforme recorro es repliegue con la yema de los dedos, pienso en la enseñanza accidental que me ha brindado y la cual no le he dicho: leer es vivir los libros, vivirlos es pasearlos en tardes de lluvia, es dejar que el café deje su rastro en mancha insinuadas, es subrayar y anotar frases rápidas de lo que pasa con ellos; mi libros, al contrario, en su estante lucen incólumes, nuevos, arrogantes; me he dado cuenta que he vivido con recelo mi amor hacia ellos, les he tenido miedo, le he dejado pocas huellas.

Los libros pero también las personas; nos relacionamos temerosamente con ellas, esperando que apenas dejen rastros. Pero conforme pasa el tiempo y llegan las nostalgias, cerramos los ojos en busca de "algo" y apenas nada.

Atesoro el rastro, la grieta, el pliegue que dice aquí estuvo, aquí he estado, aquí estoy. Desde hace ya varias noches, subrayo mis libros.