martes, 22 de noviembre de 2011

Salir de casa (o los museos como mentira)


1. Duchamp por enésima vez
Uno se acuerda de las cosas que nos justifican. De mis lecturas sólo recuerdo aquellos fragmentos que reafirman mis vicios de siempre. Estuve leyendo Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabane (en la bonita y austera y edición de alias), y de todas las respuestas que va soltando ligeramente a lo largo del libro, sólo recuerdo aquellas dónde el francés muestra su desinterés por el mundo del arte. Sobre todo cuando dice que, casi nunca va a los museos. Contra la imagen del hombre que lo quiere saber todo, la imagen de Duchamp, como dice Enrique Vila-Matas, se inscribe en la tradición bartlebytiana de aquellos que prefieren no hacerlo.

Yo que preferiría no hacer tantas cosas, apenas me consuelo no yendo a los museos. Uno, por el tiempo que ya no tengo. Dos, porque soy presa de los textos; prefiero hojear los catálogos de las exposiciones o leer sobre las obras a perder mi fin de semana con gente que no conozco. Tres, porque casi todo está en internet. Cuatro, por esta falsa perorata que hago para justificar mi desidia:
Hay en los museos un cierto tufo de cristal. Dentro de ellos, algo siempre parece a punto de romperse. Camino casi de puntitas. La voz se me vuelve un susurro. Manita en el mentón y la postura más erguida. Como si los museos tuvieran un impedimento de nacimiento que nos hace sentir siempre incómodos. En ellos uno se siente observado, algunas veces por los custodios de las obras, otras tantas por las cámaras de seguridad. En ocasiones, la mirada inquisidora viene de las mismas paredes del museo; cuando hice mi servicio social en el MUAC, una trabajadora decía que todos los días sentía que el edificio juzgaba lo que hacía. No sólo ella. La gente en los museos tiene cara de cartón; o de exquisitos al borde de un colapso por tanta epifanía. En fin, un fastidio.

2. El cuerpo es una casa
El artista mexicano Rafel Lozano-Hemmer se ha valido de la tecnología para generar experiencias estéticas más allá del confort de los museos. Sus obras son una revalidación del espacio público, en ellas el espectador termina siendo, muchas veces, el protagonista de la obra. Under the scan (2005-2006) es su proyecto que más me entusiasma. Fue realizado en varios poblados de Inglaterra. Realizó mil videos donde los lugareños eran grabados haciendo lo que quisieran. Los videos se proyectaban aleatoriamente en una plazuela pública, la cual estaba completamente alumbrada por grandes reflectores. La luz impedía que se pudieran ver los videos. Cuando la gente cruzaba la plazuela, su sombra hacía posible ver los videos. Había cámaras que seguían  a los paseantes para poner los videos en su camino. Cuando se perdía el interés y el espectador se iba, el retrato se desvanecía. Cada siete minutos era revelado el mecanismo de funcionamiento de la obra. Luego de esto, volvía a comenzar.

Encontrarnos, con la gente; de eso trata la obra de Lozano-Hemmer. De eso va la vida también. La ciudad como escenario. Cuando salimos de casa, la vida puede volver a suceder. Robert Louis  Stevenson escribió que El cuerpo es una casa con muchas ventanas: en ella nos sentamos todos, mostrándonos y llamando a gritos  a los transeúntes para que vengan y nos quieran”. Hay encuentros intrascendentales, hay otros, más infrecuentes, que nos cambian la vida. Somos a partir de los demás, ellos también son a partir de nosotros. Descubrir un video proyectado en el suelo para darse cuenta que la vida, con todo y sus encuentros fortuitos, acaso por ellos, es la experiencia estética más intensa. 

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Aparecido en el n°2 de Radiador  y en el n° 71 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de  Armas de Querétaro.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Anatomía de los oficinistas

Desde hace varias semanas no escucho bien del oído derecho. Con JM, cuando caminamos, me pongo a su izquierda para poder escucharla bien. Ella dice que debería revisarme el oído, yo le digo que sí; al final termino sin hacer nada. El otro día, sin que se lo pidiera, se cambió del lado derecho a mi lado izquierdo, cuando nos dimos cuenta hasta qué punto nos hemos acostumbrado a mi parcial sordera, reímos. Luego me espanté un poquito, por el tiempo acumulado sin mi oído derecho; al final se me olvido. Uno se acostumbra a todo. A lo mejor nunca vuelvo a escuchar bien. Le voy viendo las ventajas, a veces completo las frases de las conversaciones cercanas, me imagino mejores temas a los de siempre. El otra vez, según yo, tres mujeres hablaban del origen del mundo visto a través de una revista de chismes.
A la hora de comer, me encuentro con demasiados oficinistas. Van de tres en tres; de cuatro en cuatro. Ocupan casi siempre toda la acera. Casi nunca van solos, he visto pocas parejitas. Siempre van muy lento. Ese ritmo suyo no deja de parecerme fascinante, yo que aun sin tener nada que hacer, llevo prisa siempre. Se ve que no quieren regresar al trabajo, de todos modos van contentos. He tratado de llegar temprano a la Fundación para corroborar que su actitud no es la misma por las mañanas. No he podido.

Cuando van puros hombres, son más bien burdos y baratos. Dicen cosas a las estudiantes de la escuela Bancaria. Entre ellos son nefastos: hablan fuerte, apestan a colonia, comen con la boca abierta. El otro día, en la taquería, dos de ellos no se despegaban de la salsa. No dejaban que la gente se sirviera bien. Estorbaban. A uno le di un codazo disimulado para quitarlo de ahí. Me serví salsa. Se me quedó viendo feo.

Los oficinistas todavía fuman después de comer: me contaba JM, que a un amigo suyo le escupieron en la facultad por estar fumando. No puedo con esa manía de la salud, me desesperan los ecologistas –esos feligreses del credo en moda. Yo, que nunca he sido un deportista, siento empatía por los fumadores. El escritor y editor José María Espinasa dice que, cada vez que ve una cajetilla con el leia de: “Fumar te mata lentamente”, le dan gajas de fumar más; nadie se quiere morir rápidamente, dice él.

A veces, JM, viene a comer conmigo. Cuando eso pasa, somos oficinistas sin oficina. La gente se parece mientras come. Platicamos de los pendientes, de tal o cual cosa, tal o cual tema. Acostumbrado a ver a la gente, me gusta cuando sólo me concentro en lo nuestro. Me imagino que un yo imaginario que no está con JM, completa frases de nuestras conversaciones. Ella fuma después de comer, yo me tomo un expresso. Al final damos una larga caminata para bajar un poco la comida.

Nunca he usado un traje, tampoco una corbata. Pero a veces creo que lo realmente necesario en mi vida es un trabajo de oficina. No se necesita una academia de artes para ser creativo. Siempre tendremos a Kafka y a Julio Ramón Ribeyro para darnos cuenta que la literatura se hace donde sea. Debería intentar ser un Gombrowicz de la colonia del Valle. A lo mejor he visto demasiados capítulos de The Office, pero me caen bien los oficinistas. Contra el prejuicio de los trabajadores alienados me gusta contraponer la forma en que toda la gente se apropia de los lugares donde se desarrolla. Sea una empresa, o una casa llena de escritores. No hay nada más revolucionario que una comida que se pasa del tiempo permitido.

Publicado en el n°69 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro. 

viernes, 4 de noviembre de 2011

Un libro tendido (mística espiritual de la de desidia)

Daniel me invitó a colaborar con una columna en su nuevo proyecto literario: Radiador . Un fanzine digital que tratará de salir puntualmente cada mes. Cada número será temático y con una previa convocatoria para que pueda publicar quien sea. El número del mes pasado trató sobre la poesía y el misticismo. Yo no sé si lo que escribí tenga alguna relación con la temática. Nadie me dijo que no. El texto quedó así:  

***
Para que no me reprocharan el haber metido una sola prenda en la lavadora, colgué ropa limpia en los tendederos de mi casa. No sé por qué, ese gesto, a parte de ridículo, me hizo sentir un poquito de tristeza por la manera en que vamos haciendo cosas para estar en paz con los demás. Tiempo después, ya cuando la camisa lavada estaba seca, me di cuenta que ésta, por mucho, se veía más vieja que las falsas camisas sucias. Una vieja camisa que me pongo todo el tiempo para sentirme seguro ante los demás. Eso hacemos siempre, aferrarnos a lo mismo para no tener que sentir vulnerabilidad ante lo nuevo.

Cuando subo a la azotea me gusta recordar las instrucciones que Marcel Duchamp, envió como regalo de bodas a una de sus hermanas: colgar un libro de geometría en el balcón del apartamento. De esta forma, el viento podría “(...) elegir sus problemas, pasar las páginas, e incluso arrancarlas”. Que la vida se resuelve sola, me repito como mantra algunas veces.

Lo nuevo, parece gritar el mundo, siempre lo nuevo; el filósofo alemán Boris Groys, argumenta que podríamos decir qué cosas son inherentes a la novedad, lo que no podríamos hacer nunca, es dar una receta para que lo nuevo perdure. Todo es una moneda al aire. Al final, como la camisa desteñida (mi camisa), terminamos gastando incesantemente las cosas que nos gustan. Sin saber por qué, nos vamos haciendo esclavos de lo mismo.

Cuando las cosas importan, siempre son elhas las que nos inician. Francis Alÿs, dice que no presiona mucho durante el proceso creativo de sus obras, si las cosas se complican, comienza a realizar una pieza nueva. En esa confesión del artista belga, se puede traslucir toda una ética del fracaso: dejar las cosas, volver a comenzar, saber reconocer la sucesión adecuada de las cosas que vienen, cambiar de página; quitarle peso a la voluntad, creer más en las cosas y en su devenir propio. Casi todo depende de otro tiempo, de alguna fuerza menos nuestra y más de lo desconocido. El amor, decía Joseph Brodsky, siempre es más grande que nosotros. No sólo el amor, la vida en general siempre es más grande que nosotros.

Borges siempre quiso ser un poeta místico. No es una exageración, su literatura surge a partir de la búsqueda de esa revelación, de esa posibilidad de acceder al secreto de la vida y de las cosas. En su ensayo sobre La Muralla China, Borges escribe que, la experiencia estética es: “(...) la inminencia de una revelación, que no se produce (...)”. No encontraremos nunca la revelación esperada, pero acaso en su imposibilidad, la experiencia estética nos haga dar cuenta que nada está dicho de una vez y para siempre. Como una grieta en los muros, el arte nos hace sentir que la vida, puede hacerse siempre, una vez más, y otra, y de todos modos, seguir incompleta.

Haría falta, en vez de apelar a la voluntad, esbozar una teoría falible sobre lo inevitable. No decidir, seguir simplemente. Dejar que el viento arranque las hojas, solucione la vida, nos traiga nuevo problemas. Buscar más que la revelación, la sensación de lo que vendrá: un eterno suspenso que no se resuelve. 


jueves, 13 de octubre de 2011

Días de camisas viejas


De niño me gustaban las bermudas. Las vestía cada que podía: cuando salía a jugar, en  las reuniones familiares, o cuando andaba, simplemente, por la casa sin hacer nada. Me daba tristeza que lloviera y no me dejaran ponérmelas debido a que se me mojarían las piernas. El gusto por los pantalones que no eran pantalones me duró varios años. Hasta la secundaria, creo. Nunca supe explicar aquella fascinación por los shorts que no eran shorts. Me acuerdo que, una vez, antes de una fiesta, estaba angustiadísimo por no saber que ponerme (primera aclaración: fui un niño gordo; muy preocupado por no parecerlo demasiado.), se hacía tarde y mis papás se empezaban a desesperar. Yo no sé si en serio o más apurada que atenta, mi mamá me recomendó ponerme una bermuda, se te ven muy lindas, me acuerdo que dijo. Muy lindas. Y yo me puse cualquier bermuda. Estoy seguro que ese fue el pretexto para ponérmelas después a cada rato. Uno se inventa pretextos para las cosas que hacemos; las  razones verdaderas nunca las sabemos, sólo pretextos que llegan a destiempo. Hoy, la voz de mi mamá, sigue siendo el pretexto para recordar aquel gusto por las bermudas. Tuve muchísimas; un día, simplemente, dejaron de gustarme. La prenda de siempre empezó a parecerme ridícula, infantil. Ya no me he vuelto a poner una. Cuando veo a cualquier persona con una bermuda, luego de parecerme patética -la persona y la prenda-, siento un poquito de nostalgia por los días en que me hicieron sentir menos gordo, más lindo.


(las cosas que defendimos, la ropa que nos pusimos, los amigos que tuvimos, como cosas inservibles que se van apilando en el olvido)

La semana pasada, luego de descomponer la lavadora, descubrí que una camisa que me gustaba particularmente, estaba rota. Me di cuenta cuando iba a plancharla. La tela rasgada entre los botones y la bolsita esa, donde la gente de oficina pone las plumas. Era cuestión de tiempo. Hacía semanas que había notada la delgadez transparente que iba adquiriendo la tela de la camisa. Ya tenía casi dos años con ella.

Esa camisa, fue la última de una serie de prendas que he ido perdiendo en los últimos meses. Cliente de las malas compras, voy juntando ropa que no me pongo para sólo vestir las mismas diez prendas de siempre. Sigo siendo inseguro. No me gusta darme a notar demasiado. No soy estrafalario, prefiero vestir la misma ropa a vestir diariamente diferente: soy esclavo de lo mismo.

Ya no tiro la ropa vieja que me gusta. La voy guardando como un cementerio bastante malo de las cosas que me dieron más tranquilidad que cualquier otra cosa en el mundo. Cuando veo en mi closet mi blazer verde militar que usaba en la preparatoria, me acuerdo de los días y las personas de entonces. De un momento a otro, el blazer, se fue deshilando de varios lados: las mangas, los bordes inferiores. También se fue rompiendo. Nunca usé una prenda tanto como esa. Sin darme cuenta fui dejando de ponérmelo, también, sin darme cuenta, fui dejando atrás todo lo que esos años me apasionó fervorosamente. De aquellos días, apenas y sobrevivió una prenda. No fueron años ridículos, estoy seguro. 

Publicado en el n° 65 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro. 

jueves, 15 de septiembre de 2011

Enfermedad mortal

Nada que festejar. Ni hoy ni nunca. En mi país no creo desde lo ocho años, tal vez nueve. Todas las tardes, después de la escuela salía a dar un paseo en mi bicicleta amarilla. Tan grande, tan bonita. Todas las tardes, la misma ruta. Todas las tarde menos una. Esa vez donde dos hombres, jóvenes yo creo, tendrían -estoy seguro- ahora mi edad, se acercaron y me empezaron a preguntar cualquier cosa. La ruta no se concluyó. Recuerdo las palabras que dijeron, ya no tiene sentido transcribirlas. Era un niño, no un idiota. Supuse que algo saldría mal.  El  miedo no es algo que se aprenda, lo sufres, lo padeces: la piel, el estómago vacío, la falta de saliva. Algo iba mal. Yo lo sabía. De un momento a otro, uno saco un desarmador, se le transformo el rostro. Tenía yo ocho años, tal vez nueve. Me arrebataron mi bicicleta, la primera de las cuatro que me han arrebatado en mi vida. La última hace ya tres años. No se necesita crecer para darse cuenta que la vida en este país, desde hace tanto, está jodida.

“Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente…” así no un mexicano sino Thomas Bernhard, quien habla del Salzburgo de la  primera mitad de siglo. Pero Bernhard siempre creyó que su país era, una enfermedad mortal, no sólo cuando él era niño, sino siempre. Si viviera lo seguiría creyendo. Cualquier ciudad es una enfermedad que nos arrastra con ella.

No sólo los países, la vida en general, es una enfermedad mortal. Sin tremendismos. La vida, ya lo dijo Gorostiza, es una muerte sin fin. La felicidad antecede los golpes. Una sonrisa y un golpe bajo. Fluctuaciones de lo mismo; primero bien, después mal: etcétera. Herta Müller lo ha escrito así: “... el daño siempre prevalece. Que en la vida se presenta la belleza, pero precisamente cuando despunta su brillo, el bumerán de la felicidad devuelve el golpe y arrasa el instante”. Éste y aquel. Todos sin excepción.

Después del café, ella me decía, la felicidad está subestimada. No recuerdo que dije. Sonreí, estoy seguro. Era de noche, íbamos caminando. Teníamos frío. Veníamos de tomar café con unos amigos. En ese momento recordé las palabras de Juan Ramón Jiménez, “Más tiempo, no es más eternidad”. Las dije en algún momento de la caminata. Luego dijimos cosas menos serias, más bonitas, no memorables. Ante el golpe del bumerán que vendrá, es preciso afirmar los momentos en que el mundo, aunque sea brevemente, está completo; lleno. La vida se nos desgaja. Pero eso lo sabemos desde que matamos insectos en los jardines. No se decide tener miedo. Tampoco enamorarse, y querer a los amigos. Buscar a la familia. Salir de paseo. Ver las luces desde la ventana del apartamento. Baltasar Gracián escribió en el siglo XVII que, “no debimos haber nacido, pero ya que hemos nacido, no deberíamos morir”. Así hoy, en este país de muertos apilados, tampoco deberíamos estar aquí, pero ya que estamos, no nos deberíamos dejar morir.  
Publicado en el n° 61 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Quedarse en casa

Siempre es más fácil quedarse en casa. Lo digo por las mañanas; por ese fardo que se posa sobre uno y nos hace querer ser una sábana más. Ser un pedazo de tela gigante que cubre la superficie y está metido por debajo de los lados del colchón. Algo que no se tiene que levantar. Ni mover ni pensar; sólo quedarse. Y ya. Qué difícil levantarse, hacer las cosas de siempre; que terrible no ser una sábana.

De la vida de antes, me acuerdo de las mañanas. De los fines de semana dónde me levantaba tempranísimo para ver caricaturas. En ese entonces mi mayor sueño era una tele en el cuarto para ver los mismos programas de siempre sin tener que bajar a la sala. Estaba enfermo de televisión. Mi papá la tenía que apagar para que pudiera comer. Supongo que con una tele en el cuarto no hubiera llegado a la universidad. A lo mejor me hubiera ido mejor en la vida: de todos modos nunca he leído completo un libro de psicología.

Esta semana no dejé de pensar en el episodio de Los Simpson, donde Homero, en vez de ir a la iglesia en domingo, se queda a dormir hasta tarde. Me acuerdo, sobre todo, de las ganas de orinar que lo obligan a levantarse. Siempre he creído que esas ganas de orinar son las ganas más terribles de la vida; las más injustas: las peores.

Aun pienso que el control remoto es uno de los grandes inventos de la humanidad; todo se controla desde la distancia; no escribes, sólo pulsas. El mundo a partir de una mano; sólo con dos pilas. No siento el mismo marasmo cuando navego por internet que cuando veo la tele. Lo único que puedo hacer cuando no puedo con el mundo, es prender el televisor. No importa qué ver. A veces, solamente, es cambiar canales. Estar frente a ella, ver rostros, secuencias de películas que nunca veré por completo, productos para adelgazar. El mundo en una mano. No hay placer comparable que sentir cómo el peso funesto de la realidad, se desvanece cuando encuentras algún episodio de tus series favoritas: al Homero que se levanta para orinar, se le soluciona el domingo cuando encuentra en la televisión un partido de futbol americano.     

El austriaco Erwin Wurm viene haciendo desde hace algún tiempo su serie Instructions for Idleness. En ella, se toma fotos haciendo las cosas más improductivas de la modernidad. Hay dos que son mis favoritas: Stay in your pyjamas all day y Watch tv all day long: en tiempos de actividades sobreimpuestas, nada más revolucionario que no hacer nada. Dejarlo, cual Bartlebys, para después; ver la tele para preferir no hacer nuestra vida de siempre. Suspenderse del mundo.

Puede que la tele, en estos tiempos de búsqueda obligada, sea una forma de no salir de casa. Lo cual, ahora que lo escribo, no deja de parecerme un poco triste. Ningún moralismo. Más bien, por darme cuenta que sigo haciendo las cosas que ya de niño, pensaba que algún día dejaría de hacer. En ese entonces creí que ser mayor era no tener tiempo para perderlo. Tal vez, como ese poema Derrota, de Rafael Cadenas, yo también me creí predestinado para algo fuera de lo común y nada he logrado. A lo mejor es eso. Lo raro es que también me pone contento no tener que hacer muchas cosas; quedarme en casa por ejemplo, tomar el control, cambiar de canal.    


Publicado en el n°59 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de armas de Querétaro.

viernes, 19 de agosto de 2011

Sobre las despedidas

Me estresan los gestos definitivos, las últimas palabras, los arrebatos de telenovela. Ante la mínima presión arruino las cosas; me doy de baja antes de tiempo. He dejado de comprar en lugares donde me empiezan a reconocer. No puedo con las expectativas, con las exigencias ciegas de quien presume conocerte. Tal vez por eso, tampoco puedo con las despedidas. Me quedan grandes. Prefiero dar la vuelta y listo. Decir Adiós y no voltear el rostro; la mayoría de las veces no digo nada: tenso el cuerpo, cierro la boca y me siento inútil. En su Jakob Von Gunten, Robert Walser, escribe precisamente, sobre la farsa de las despedidas: “¡Qué breves son los adioses! Uno quiere decir algo pero como se le olvida la frase apropiada, no dice nada o bien suelta alguna tontería. Despedir y despedirse es horroroso”.

Lo que me desespera de los actos protagónicos, es el ingenuo afán de control; esa mentira de la voluntad: no somos lo queremos, apenas y somos lo que podemos. Decía Joseph Brodsky que el amor siempre es más grande que nosotros. No sólo el amor, la vida en general,  siempre es más grande que nosotros.

Me gustan los gestos impedidos, las cosas que no terminan de acabar. Contra la voluntad de las despedidas, mejor dejar las cosas. Resignarse. No forzar demasiado. Darse por vencido. Saber que de todos modos, los puntos finales casi siempre son punto y seguido. Guardo las imágenes triviales de las despedidas definitivas: la risa incomoda, el sudor en las manos, el gesto torpe que dice ser un beso.

Dice Vila-Matas que, “A veces hay personas que sin saber que estaban enamoradas se despiden para siempre”  No dejo se sentir cierta tristeza ahora que transcribo la frase. Las verdaderas despedidas no son protagónicas. Son de todos los días. Te vas y ya. No te das cuenta. Despedirse de verdad, me decía L, es más las palabras que no dices que el discurso memorable; es confiar en la otra persona, saber que ante todo y después de todo, estará bien. No es la última carta que se envía para explicarlo todo. Es mucho menos. Te sales de la escena. Confías.      

No recuerdo dónde leí que al subirse al barco que se lo llevaría de Argentina para siempre, el polaco Witold Gombrowicz, gritó: Maten a Borges. Supongo la ironía. Era 1963. Pero se me hace un gesto demasiado ingenioso. Mejor las despedidas que no parecen tal, el mismo Gombrowicz escribe en su diario sobre aquella partida: “He aquí  cual fue para mí el final de la Argentina: una mirada inadvertida, innecesaria, en una dirección casual; el farol, la placa, el agua, todo ello me penetro para siempre".

Una despedida es un farol visto desde lejos.

"Hay demasiada vida -escribe Francisco Brines- para una despedida”. Me acuerdo que le dije el verso varias veces. Lo repetíamos como mantra. Yo no sé si la volveré a ver. Pero tengo la última imagen de nuestra historia en mi cuello. La encontré por casualidad y la acompañé a su facultad. Llevaba unos zapatos horribles, eran de tacón cuadrado. Se veía linda. Al despedirnos nos abrazamos como siempre. Ya no era siempre.  Recuerdo la forma en que dejó caer su rostro en ese hueco, entre el cuello y el hombro. Cerré los ojos. Hacía meses que no la veía. Hay demasiada vida para una despedida. Le he escrito. No me ha contestado.


Publicado en el n° 57 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.  

miércoles, 10 de agosto de 2011

Contra las palabras

Una palabra no contiene nada. Antes creía que sí. Pero no. Las palabras son de aire. Cajas vacías decía Wittgenstein. Cajas de cartón; algunas son de voz, otras son de tinta. Aunque ya nadie escriba con bolígrafo; el otro día constaté lo horrible que se pone mi letra cada vez: ya no sé sostener una pluma bic. Nunca aprendí letra manuscrita. Lo intenté. Las palabras siempre se vieron mejor en las libretas de los otros. Ahora casi siempre escribo desde esta pantalla. No está mal. De todos modos siempre tuve fea letra. 

Dice Herta Müller que cuando no decimos nada, nos tornamos patéticos; cuando decimos, nos volvemos ridículos.

Y uno escribe. Dice. Comenta. Susurra. Calla. Platica. Y todo no puede ser más que una indicación, como decía Thomas Bernhard. Un indicio simplemente. Pero las huellas tienen la ventaja de hacer crecer la imagen que no se ve. Todo es más antes de verse. Es verdad que uno se desespera de no decir lo que se quería comunicar, pero también nos conformamos. Me caen bien los que no arrebatan la palabra en las conversaciones. Esos que saben lo absurdo de tanta palabrería; no preguntan después de las conferencias ni alzan la mano durante la clase. Que aburridos los que quieren alargar los debates y decirlo todo de una vez. “Tener cuidado de parecer que uno tiene opiniones -decía Bernardo Soares en su Libro del Desasosiego- no vaya a ser que uno termine dando conferencias”. Pocas palabras.

Esta columna quería ser un elogio de la acción. Pero tampoco creo en esos que están de activos todo el tiempo. No quedarse sin hacer nada es lo mismo que escribir y hablar todo el tiempo.

Me gustan las palabras sencillas. La literatura que más estimo es la que dice como sin decir las cosas. Donde las palabras no pesan e intentan hacer sentir lo que se quiere expresar. La literatura, creo, es precisamente esa imposibilidad de decir la vida. Cómo se escribe un suspiro me preguntaba el otro día V. No supe que contestar. A lo mejor con un poema. O con una frase suelta. Natalia Ginzburg escribió un ensayo donde habla de cómo se sentía culpable de no poder explicar la tristeza de la frase “¡Ah, se va Isabel!”, es chistoso porque una novela suya surgió de esa imposibilidad. Y luego un ensayo, y ella se seguía conmoviendo, sintiéndose culpable de no poder decir cómo la imposibilidad del amor se muestra en frases como esa: palabras sencillas que nos salen como sin querer. El hombre que decía, “¡Ah, se va Isabel!”, estaba a punto de despedirse para siempre de Isabel. Estaba enamorado y no se despidió. Lo dijo susurrando para sí mismo. Y se fue Isabel. Dice Natalia que sus personajes nunca se volvieron a ver.

Alguna vez oí que después de suspirar uno termina por sonreír. Desde entonces siempre que alguien suspira espero una sonrisa después. Casi nunca pasa. Suspiras cuando no sabes qué decir, hacer, pensar; cuando notas que la vida no va como quisieras. Es raro, sería como una sonrisa de resignación. Las palabras no solucionan nada, pero pueden darle sentido a las cosas. Confiar que cuando uno dice, Fue una bonita mañana, ella sabrá lo que le digo. Dejar las indicaciones precisas para construir la Atlántida. Dibujar con palabras la huella exacta. Hacer que después del suspiro, surja una sonrisa

Publicado en el n°56 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Vacíos en el mundo

Las cosas que hemos perdido son vacíos en el mundo; sombras que no pueden reclamar el cuerpo de alguien más: grietas que ya no se pueden resanar. Las cosas no dicen nada, uno oye, pero ellas no hablan. No reclaman, ni gritan: no dicen. A veces, otros llegan y  les dan un nueva voz, pero algo se pierde siempre. Nadie verá ningún juguete como yo veía mi Donatello de Las Tortugas Ninja. Tampoco nadie volverá a ver las burbujas como aquellos niños, esa mañana en el museo. Nadie volverá a pensar que en una polilla cabe el mundo, tampoco que por esa polilla perdida en una fiesta, mientras chocaba con todos, se hacía un mundo. Todo se pierde, nada se queda.

Dramatizo: todo se acaba pero todo puede volver a ser cada instante. Las burbujas son eternas mientras duran, decía Nietzsche. O no. Nada es lo mismo, pero la vida es tan igual que aburre.

Después de trabajar juntos y ser pareja por más de diez años, Marina Abramovic y Ulay decidieron separarse. Para poner punto final a todo eso, decidieron hacer un último performance: The Great Wall Walk (1988). Ambos caminaron 2.000 km a lo largo de la Muralla China, comenzando cada uno en el extremo opuesto. La acción duró varios días. Todos los que siguieron la acción estaban a la expectativa de lo que sucedería en el momento en que se encontraran. Cuando las caminatas se cruzaron, no se dijeron nada. Ni siquiera se detuvieron. Imagino una mirada de reojo, también la turbación de pasar justo al lado de la persona que amas, pero a la cual ya no sabes cómo seguir amando. Los pasos no se aceleraron, pasaron de largo. Un paso y otro. Siguieron.  
     No se ignoraron, no se puede ignorar a quien se amó; yo por ejemplo, la veía de reojo siempre: un día, me acuerdo, mientras leía en voz alta, ella peleaba con su suéter, no podía meter su brazo en la manga, yo la veía, no dije nada. La veía. Sigues caminando, como todos, sólo eso. Pasas de largo. Un paso y otro, uno más y después lo mismo que no es lo de siempre pero parece. Caminar, supongo, es  lo único que hacemos en la vida.

Volví a pensar en los vacíos del mundo por la novela de Herta Müller, La bestia del corazón. Iba en el metro y leí esto: “Como hacen los objetos que yacen en la calle y pasan desapercibidos cuando pasamos a su lado, aun cuando alguien los ha perdido”. Ella puso objetos y yo sólo veía personas a mí alrededor. Muchas. Demasiadas. Me dio tristeza pensar que todos eran el recuerdo de alguien. O que eran el olvido de alguien más. O que estaban enamorados. U olvidados y enamorados a la vez. O todas las posibles cosas que uno puede ser con los demás; para los otros: con ellos. Me sentí tan pequeño, ciego y sordo. Ajá, me conmovieron todas las historias de vida que nunca sabré.  Y me sentí ignorado también. Yo como ellos, soy el olvido de alguien más. Ya no leía, los veía. Luego me desesperé de sentirme así, ridículo y patético por conmoverme con eso. Volví a leer la primera página de la novela, encontré: “Y también se me ocurre que los muertos ya nunca más perderán un botón.” Qué bonito y que triste. Un botón. Me gustaría escribir algo menos obvio, no bonito y triste. No puedo. Bonitos los botones, triste que no habrá más camisas para remedar.  A lo mejor la literatura es eso, el botón que uno ya no pierde cuando muere. 

Publicado en el n°55 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.

lunes, 25 de julio de 2011

Fragmentos de una casa

De niño recuerdo haber llenado cuestionarios donde te pedían especificar el número de focos que había en casa. Eran de esos que les llaman, socioeconómicos. También los llené en la secundaria. Que aburrido contar lo focos. Después del décimo inventaba una cifra. Siempre mentía. Mejor contar las ventanas, pensaba. Pero nadie pregunta cuantas ventanas tienes en casa. Catorce ventanas diría, varios focos.

Mi padre dijo que la casa estaría terminada cuando tuviera veinticinco años. Ahora tengo veintitrés y la casa estuvo lista desde hace diez años. Se fue construyendo mientras la habitábamos. Cuando nos mudamos sólo estaba la planta baja. En ese entonces no tenía cuarto propio, lo compartía con mi hermano. La casa fue creciendo como uno cumple años: sin darse cuenta. Miento, todos nos dimos cuenta. También uno nota como cambia la edad en el calendario, no te ves envejeciendo, sólo te oyes decir un número que nunca es el mismo. Nuestra casa fue creciendo, también el olvido y la edad en el calendario. Ya no recuerdo aquel departamento donde viví mis primeros siete años de vida. Recuerdo ciertos muebles, no el espacio; la sala donde me acostaba a ver la tele, por ejemplo; era de madera y cojines rojos: muy fea. Me acuerdo también de los sábados por la mañana: mi papá se iba a jugar muy temprano y mi mamá se levantaba hasta tarde. Mañanas de cereal y tele, sobra decir, no mucho más que eso: recuerdos sin ambiente, una sucesión de gestos más bien. Según yo, mi vida es este cuarto donde ahora escribo. Este escritorio y el librero de atrás. La cama a un lado, el closet y la ropa; los zapatos regados. 

El jardín es un mar de tierra con puntos ralos y verdes que crecen desperdigadamente. Nunca se dio el pasto por completo. Lo intentamos varias veces; comprábamos los tapetes de pasto, era divertido desenrollarlos: no terminaron de afianzar. Hubo también, sacos y sacos de tierra fértil; esa tierra negra, siempre húmeda: tampoco pasó nada. Alguna vez vino un jardinero e intento germinar semillas; todos los días mí hermano y yo, antes de regar la tierra, revisábamos a ver si algo había crecido durante la noche; me acuerdo cuando hubo brotes tenues, la sonrisa que nos dejaron aquellos puntitos verdes en el fondo negro de la tierra: los puntos nunca fueron césped.  Hubo con el tiempo, brotes de hierba rala. Mi mamá fue comprando plantas que de vez en vez, se alzan con flores. No ha sido un verdadero jardín, pero todos le llamamos así.

Lo único que siempre creció fue la enredadera. Una vez la podamos. La vecina de atrás se quejó de la humedad que la planta les dejaba en sus casa.  Una mañana entre mi papá, mi hermano y yo, la cortamos. La mañana más larga de mi vida. Cuando despejamos el ramaje, nos dimos cuenta que el muro estaba completamente seco. Toda el agua estaba contenida en las ramas. No había humedad en los muros. El jardín sin pasto se llenó de hojas y ramas destrozadas. Tardó algunos meses en volver a cubrir todo el muro, volvió a crecer, con la misma intensidad y con un verde más fuerte. Quedó el recuerdo del muro muerto, la sombra gris de aquellos días sin hojas de enredadera. La regamos cada tres días; la veo siempre tras mi ventana.

Publicado en el n°53 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro.

sábado, 16 de julio de 2011

Otros lugares

1. Algo dice VL sobre dormir en otros cuartos. Lo escribe en uno de sus ensayos de Papeles falsos. Ya ni recuerdo qué dice. Pero es algo. Yo estoy en otro cuarto justo ahora y no tengo mi libro a la mano. De hecho, tampoco tengo el libro a la mano cuando estoy en mi cuarto. He prestado los dos ejemplares que tenía. Uno, creo, ya lo he perdido por completo. El otro ejemplar también lo preste, no me importaría perderlo también. Dormir en otros cuartos, para ver la tenue pertenencia de cualquier lugar. No sé si lo escribe Luiselli, pero es algo así. Hoy, en otro estado de la república, en otro cuarto, siento que nunca he tenido aquella cama donde he dormido la mayor parte de mi vida. Nunca he tenido, en realidad, todas las cosas que he vivido. 

2. Un mensaje de texto que le llega a alguien. No una foto, no una llamada: un mensaje. Lo lee a los demás. La imagen aún sin rasgos, es un golpe seco que sabes directo en algún punto blando que te dobla. Seguir de pie y no sentir que estas parado sino en el suelo. No hay nadie que escuche que no tenga la sonrisa muerta. Ni personas de pie que sepan de la imagen y puedan estar de pie. Un mensaje que dice: “¿estás bien? Hubo una balacera, mataron a 20 personas”. Fue en el centro. Un bar. Es Monterrey, estoy de viaje. Yo no tengo celular, tampoco recibí el mensaje y de todos modos, la proyección de la imagen me deja sin palabras. Ruego, yo que no soy cristiano, que mis padres no hayan visto las noticias. Que no sepan. No todavía. No ahorita sin la posibilidad de decirles que estoy bien. Que sólo me mataron un momento la risa. Porque después de todo, reímos de nuevo. Aunque sigamos parados y no estemos de pie.

3. A diez cuadras del lugar donde estábamos masacran a 19 personas. Los sicarios llegaron disparando. Mataron al portero y a un señor que vendía hot dogs. La cifra de muerte se completó durante una cifra temporal: 20 minutos. 

4. Regresamos al hotel. Y reímos de nuevo. Ni siquiera nos dimos cuenta en qué momento se olvidó el miedo. No lo escribo como reproche, sino como fatalidad. O como registro más bien.  Becket decía que lo único que puedes hacer cuando la mierda te llega hasta la cabeza es cantar. Yo no canto pero creo que la risa es una forma de cantar que uno nunca puede controlar. Cantas y ya. La vida pierde peso. Como cuando juras odiar por siempre a la persona que quieres y te lastima, después vuelve, no dice nada, alza las cejas, o hace otro gesto, sólo eso, un gesto: te ríes y ya.   

5. ¿Cuánto dura el último minuto de las personas que ya no irán a otro lugar? No sé. No podría contestar. Imagino ese minuto. No termina de acabar.    

6. Extraño la ciudad y las cosas que nunca he tenido de verdad. Para eso sirve viajar. Para volver a casa. Quiero mi cama. Y los libros que preste que no me atreveré a pedir. Quiero su sombra. Y volverlos a perder. También quisiera no dejar Monterrey. Aunque a veces me desesperen las cosas literarias por las que llegué aquí. Aún del miedo. Y de no encontrar lo que siempre busco, perder, de todos modos, lo que nunca ha sido mío. Volver a casa.   

Publicado en el n°52 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro.

jueves, 7 de julio de 2011

Kafka en la ventana

1. En 1910, Kafka escribe en su diario: “Y esas mañanas, uno mira por la ventana, aparta el sillón de la cama y se sienta a tomar café. Y esas noches uno se apoya el brazo y se coge la oreja con la mano, ¡Ojalá eso no fuera todo! Ojalá uno adquiriera al menos  unas pocas costumbres nuevas como las que cada día se ven aquí por la calle”. Entre el sillón y la ventana, nos tocamos una oreja. Tomamos café y la gente pasa. Los minutos, las horas, los días; delante de nosotros un cristal. Nadie dice nada. Somos Kafka viendo en la ventana. Me dan ganas de romper las ventanas; quemar las cortinas, tirar las persianas; no volverme a tocar la oreja nunca. En vez de salir y romperlo todo, sólo muevo el sillón. 

2. La vida no cabe en las ventanas. Ni en ésta donde escribo ni en las que dan a la calle. Tras ellas se muestra una realidad que sólo vemos. La mayor parte del tiempo imaginamos vidas a partir de gestos inconexos, una mirada que se va y un cuerpo que se queda. Supongo que por eso se mira tras ellas con cierta nostalgia, como esos cuadros de Edward Hopper donde los personajes habitan con ausencia el interior, y  miran hacia fuera con la resignación del impedimento. Estar adentro y querer estar afuera; estar afuera y querer estar adentro: un desfase de escenarios. La vida, casi siempre, sucede como impedimento.

3. La misma sensación de siempre: estar en un mostrador de cualquier tienda, esperas, llega tu turno; te olvidas de  lo que ibas a pedir; no dices nada. Tanto esperar para que al final no sepas que pedir. “Soy un mostrador con frascos vacíos”, decía Bernardo Soares en su Libro del desasosiego. Una nada que olvida otra nada: la vida también es un mostrador con frascos vacíos.

4. La espera es un tiempo muerto, pero eso ya lo sabíamos. Un paréntesis mejor: esperamos en el banco, en el hospital, mientras llegan los otros. Un paréntesis que no dice mucho, solo glosa.  Esperamos mientras sucede la vida. “Esperar, dice David Miklos en La vida triestina, siempre esperar”. Un paréntesis al que todo le queda lejos; que se consume en sí mismo. Nadie me dijo que mi vida se iba a convertir en un anecdotario de paréntesis sin fin.

5. Siempre hay otro lado, también en los paréntesis; hay algunos que se consumen alegremente, que siempre son más bonitos que lo que describen por arriba, como los de Monterroso en su Libro de E., paréntesis que van cobrando, sutilmente, más importancia que los hechos narrados: salas vacías que se llenan con uno mismo. Pablo Fernández Christllieb dice que la espera es lo más transparente que tenemos: transparencias que duelen porque dejan ver demás, pero en ellas, casi siempre se ve algo, o más bien, algo se siente. No importa que, se hojee la revista, se vean los rostros de los que acompañan en la sala, se escuche una canción desde el iPod: la espera, como el de Virginia Woolf, es un cuarto propio. 

Publicado en el n°51 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro

miércoles, 29 de junio de 2011

Volver a las cosas

No me gusta comprar libros. Desde hace un tiempo desistí de tener una biblioteca personal. Resignación en parte, por no cobrar el dinero que quisiera, y por otro lado, pensando en ese horrible fetiche de los libros: ahí cuando uno termina comprando por comprar y lo único que acumula son libros olvidados. “Son muchos los libros no leídos –escribía Joseph Conrad–, pero son más los olvidados”. Nada se me hace más triste que ver una pila de olvido en mi cuarto. Mejor “pocos pero doctos libros”, como decía Quevedo. Yo no soy Quevedo, pero siempre es mejor tener libros a los que puedes volver cuando se te da la gana. No existe la repetición, pero sí la noción de cercanía.  La relectura como quien recorre con los dedos un rostro conocido, una mano que explora una geografía próxima, pero siempre nueva. Los rostros cambian. También un libro al que ya no se le añade ni una coma, cambia.

La profundidad, decía Claudio Magris, no está ligada, simplemente, a la ética del sacrificio, tiene que ver con algo más; “Sumergirse y volverse a sumergir en un texto –en un amor, en una amistad– es como zambullirse repetidamente en el mar y descubrir cada vez nuevas luces y colores que enriquecen las precedentes, o como hacer el amor muchas veces con una persona amada, cada vez más intensamente gracias a la libertad de la confianza incrementada”: nadar en alguien, en algo, profundamente. 

Soy un lector de biblioteca. Recorro estantes, saco nuevos títulos. Vuelvo a sacar los ya leídos. Nunca leo en la biblioteca: no puedo, me da sueño. Voy por libros nada más. Me llevo libros que no termino. Después los regreso. Casi siempre los resello. Uno aprende a leer como quien visita cuartos de hotel, sin dejar rastro; una lectura invisible: ninguna marca. Te vuelves un fantasma que recorre páginas. Y ya. Lo devuelves después. Nada es nunca nuestro de todos modos.

Me desespera la gente que cree que un libro es mejor que, por ejemplo, una taza. La taza te regala las mañanas de café y las noches de té. Tienen una oreja que jalas y nunca dice nada. Puedes prestarla y nadie pone el grito en el cielo. Es una taza, nada más. Es pequeña y tiene un lugar en la alacena.

Tampoco comparto esa negativa de prestar libros. Los míos los suelto muy fácil. Los pocos libros que compro, terminan desperdigados con mis amigos o con mujeres a quienes quiero impresionar. He tratado de irme creando, como discípulo no reconocido de Vila-Matas, mi historia abreviada de la literatura portátil. Tener no en una maleta sino en el escritorio los libros que siempre puedo releer. O prestar para impresionar. O perder simplemente. 

Magris, de nuevo, dice que puede que la literatura tenga un lugar en el mundo, como las hojas de los árboles. Que los libros fueran libros, nada más; ni cambian al mundo, ni vuelven mejor persona a nadie; como las hojas de los árboles, sólo tienen un pequeño lugar: son libros nada más.  

Después de la sequía de estos meses, volvió a llover. No cualquier lluvia. Una lluvia, tupida y constante, pero leve. “Óyeme como quien oye llover / pasan los años regresan los instantes”, escribía Paz en algún poema. Ha estado lloviendo y hace unos días fui de compras. Iba con M. Caminamos y caminamos, ella no se desesperó nunca. Sonreía como sólo su rostro sabe. Ahí estábamos,  comprando libros. Me hice de dos: Paterson de William Carlos Williams en una bonita edición de ALDVS y La vida triestina, de David Miklos en Libros Magenta. Ahora que escribo también llueve, regresan los instantes, también los libros. Volver a comprar también puede ser una relectura: una noción de la profundidad. No por la compra, sino por estar con M. 

Publicado en el n°50 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de armas, de Querétaro.

miércoles, 22 de junio de 2011

Ese ir y venir de lo mismo

No sé en qué momento me empezó a gustar lavar los trastes. Podría mentir escribiendo que cuando niño. Pero no; en esa etapa de mi vida odiaba, por encima de todas las cosas, hacer la limpieza (y estar en casa, tampoco aguantaba quedarme en casa). Ahora que lo pienso no podría estar tan seguro diciendo que me gusta; más bien, ciertas cosas que pasan mientras lo hago; no tanto el lavar por lavar, sino por el tiempo que se me va mientras enjabono y enjuago.  Ese estar parado frente a la ventana de mi cocina. Pensar que recuerdo algunas cosas. Varios rostros.  Algunas frases. Ciertos pasajes de libros leídos.  Tararear la canción que  se escucha del iPod. A veces,  mientras tomo un plato, también  se siente un golpe seco. El hueco que se hace después del recuerdo. Darse cuenta que la única batalla verdaderamente épica que libras en tu día es estar allí, lavando los trastes. Aguantándote a ti. Y la ventana sigue ahí, haciendo lo mismo de siempre. Todo es lo mismo. No hay nadie en casa y hace unos días cumplí 23 años.

Ensuciar los platos, lavarlos de nuevo: así se podría resumir la vida. En ese ir y venir de lo mismo; enjabonamos y luego el agua, después al escurridor, tomamos otro y así seguimos con los cubiertos. Yo primero lavo los vasos, luego los cubiertos y los platos, al final las ollas y las sartenes. A veces al jabón preparado, le exprimo un limón para quitar los malos olores. Siempre uso guantes.

Un ritual de lo mismo. Así son los años. Una hora y después un día. Luego las semanas y los meses. Al final tienes un año de más. Luego otro y así. Acumular años y no saber nada de la vida. Es en El mal de Montano, de Vila-Matas, en  la parte de Teoría de Budapest, dónde la madre del narrador, finaliza un texto escribiendo, “tanto abrochar y desabrochar”.  No tengo la novela a la mano. Pero nunca se me fueron esas frases, y una vez se las escribí a R. No dijo nada. Últimamente nadie dice nada. Tanto abrochar y desabrochar para que al final nadie diga nada.

La mamá de Joseph Brodsky decía que lavar los trastes puede ser  terapéutico.  Se lo dijo por teléfono. Esa escena, o más bien, el recuerdo de ese momento, viene en el ensayo de Brodsky que se llama En una habitación y media. Me gusta imaginar un Joseph Brodsky maduro que en su departamento de Nueva York, después de la comida, enjuaga los vasos. Entonces recibe una llamada desde la desaparecida Unión Soviética. Luego los eufemismos para no levantar sospechas. Las palabras que no decían lo que sentían, eran los silencios más bien, la estática de la lejanía, los suspiros. La manera de acercar el auricular a la cabeza.

Tanto abrochar y desabrochar, pero nada es nunca lo mismo: los trastes van siendo remplazados sin darnos cuenta, algunos se rompen durante la comida, otros solamente se tiran por viejos. Se compran nuevos. Algunos se van quedando en la esquina de la alacena, sin una mano que los alcance.  Lobo Antunes en una de sus crónicas, resume la vida con un hombre que carga una pila de platos, al principio de la vida uno va trasladando sus trastes de un lado a otro: en algún momento se cae uno, después otro, intenta que no se le caigan los demás y al final, en ese intento desesperado, se le rompen todos. Cada plato es el rostro de alguien cercano. Cuando los restos están en el suelo, ya no hay tiempo de comprar vajilla nueva.

En la bandeja de entrada. Un mail de Ella. Recordatorio en el fondo de la nevera, le puso de título. Y ahí me quedo.No hay trastes, ni ventanas, sólo una nota virtual. Veo mi nota de nevera. Y no sé. Nadie dice nada y todo es  lo mismo, pero allí, frente a la pantalla, de nuevo, la vida que no parece ser la misma.

Publicado en el n°49 de aQROpolis suplemento cultural del periódico Plaza de armas de Querétaro

miércoles, 15 de junio de 2011

Salir con otros


Me cuestan trabajo los demás. No siempre. Pero a veces dan ganas de no salir con nadie.  Mejor quedarse en casa. Vegetar todo el día viendo series y películas. Lavar de nuevo todos los platos de la alacena. Reordenar la casa; el cuarto, el librero, el closet. Darse de baja del mundo por un tiempo.  Como el personaje de George Perec en Un hombre que duerme: alguien que sabe que estar despierto no vale la pena. O mejor como Bartleby el escribiente, ese personaje de Herman Melville; ir a la oficina y hacer sólo necesario; preferir no hacer lo demás: ver a la ventana aunque no dé a ningún lado. Quedarse así. El mundo y la vida siguen pero uno tiene el derecho de quedarse. No avanzar. Preferir no hacerlo.

Soy pésimo con las presentaciones. Odio buscar a la gente. Ser amable. Lo peor es que lo soy la mayor parte del tiempo. Es un desfase, claro. Piensas lo que debes y terminas haciendo lo de siempre. Todos somos así (escribo un todos para escudarme en el plural). Terminamos saliendo con gente que quien sabe de dónde vino. Que en el fondo no queremos. Que nos desespera. Uno se esfuerza y conoce a los amigos  de esa persona.  Y luego a la familia; los tíos, los hermanos, los primos. La misma historia. Y la risa, y las palabras y todo, se fuerzan de más. No obstante seguimos ahí, nos quedamos.

Y no escribo pensando en Jean Paul Sartre y su pretenciosa frase, “el infierno son los otros”. De Sartre no me gusta casi nada, ni Simone de Beauvoir, mucho menos cuando declinó el Nobel. Y no es que crea que el Nobel tiene valía moral, sino todo lo contrario. Más bien siento que Sartre pensaba todo. Le faltaba honestidad. Quién sabe. Y Bueno, me gusta su ojo virolo. Pero no sé si eso vale. Yo soy más de Albert Camus. Contra los mamotretos de Sartre, la ligereza lúcida de Camus: “Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental en filosofía”, así comienza ese libro genial que es El mito de  Sísifo. Tiene razón, esa es la pregunta, lo demás viene después; aunque en esa pregunta se nos vaya la vida. Camus sirve de ejemplo contra aquellos que creen en la vida como una fatalidad; que uno se termina quedando ahí donde le toco: les calla la boca con la historia de su vida.  Hay una anécdota que me gusta recordar de Camus, la escribe en su novela autobiográfica El primer hombre: de niño, le gustaba mucho jugar futbol y para no gastar sus zapatos, el único par que tenía, jugaba de portero. Así era Camus, encontraba la manera. Intentaba.

Claudio Magris en Microcosmos escribe que siempre es mejor conversar que escribir. Y pienso en eso ahora que quisiera abogar por la soledad; a lo mejor es imposible, al menos hoy, esta tarde, lo es. Estar solo no significa estar con uno mismo como escribe VL.  No hay nada mejor que ir con alguien a un museo y olvidarse de todo lo que hay allí dentro. Tener de frente cualquier pieza  y pensar más en ese Alguien Más. Es el guiño de Marcel Duchamp, la experiencia estética no está fuera, nace en la mirada de quien la busca. En ocasiones eso es una conversación. Una salida. Un paseo. En vez de leer, deberíamos, como dice Alejandro Zambra, “cerrar los libros, y enfrentar, no la vida que es muy grande, sino la frágil armadura del presente”.

En El mito de Sísifo, Camus indaga en el sinsentido de la vida: empujar como Sísifo la piedra cuesta arriba; sin llegar nunca a nada: sólo la piedra y la subida. La piedra a veces se cae y hay que volver a empezar. La vida a veces y casi siempre con otros, es bonita. Justo eso: la vida son los otros. Salir con ellos. Intentarlo. Al fin y al cabo, como dice Pedro Mairal, "la vida empieza a cada rato".

Publicado en el n° 48 de aQROpolis.

miércoles, 8 de junio de 2011

Llegar tarde a todo

“¿Por qué no somos como un bosque?
Memoria de paso, Fogwill

Tenía ganas de escribir sobre Fogwill pero no me sale la primera línea. Ni las que siguen. Sólo espuma como decía Vallejo. Llevo semanas tratando de hacer un ensayo sobre las casualidades que han caído bajo su nombre; las lecturas de las últimas semanas; inclusive las que no avanzan dan con él: Blanco nocturno, de  Piglia por ejemplo. Hace tres meses que me la prestó Imanol y sólo he leído cien páginas: sin muchas ganas de seguir la verdad. 

Tal vez, en ese ensayo que no sale, debería hablar  de la rivalidad que hubo entre Fogwill y Piglia. Imaginar que el autor de Los pichiciegos, escribe un texto polémico acerca de los premios que va acumulando la última novela del otro  -hace  unos días le dieron, nada más y nada menos que el Rómulo Gallegos.  A lo mejor si Fogwill todavía viviera le habría puesto un apodo a Piglia, cómo cuando a García Márquez le puso García Marketing.  Pero ya, desde hace casi un año,  no tenemos a Fogwill. Y yo, que tengo la sensación de llegar tarde a todo, también me tardé para descubrir sus lecturas de verdad.  Las de Fowgill digo, porque de las tres novelas que he intentado leer de Piglia nomás no he terminado ninguna.  Esta columna llegó tarde. No hay mucho que decir. Además Piglia me cae bien cuando hace ensayos o publica sus diarios. Ahí me gusta. Que no avance en su lectura no lo hace un mal escritor. Al contrario, me hace dar cuenta que soy un mal lector. Que le voy a hacer. Murió Fogwill y  ya no hay nadie que me defienda de las lecturas que no termino. La polémica literaria ya no existe. Ahora sólo hay buenos deseos y amigos que hablan bien de sus amigos.

Quizá debería de hablar de cómo L me llevó en la biblioteca a la poesía completa de Hector Viel Témperley. En algún momento debería entrelazar cómo,  mientras leía sus poemas del mar, se me venía a la mente esa película horrible que es Y tu mamá también. Recordaba la escena del comienzo que también es la escena final, ahí donde se escucha con el ceceo de las olas una voz que dice: La vida es como el mar. Por eso hay que darse como la espuma. Entonces  podría decir que la prosa de Fogwill es como la espuma, por eso me gusta: se alza y genera volumen de la nada. Me acuerdo cuando saqué su novela En otro orden de cosas. Yo venía de leer puras novelas con historias. Tenía ganas de leer a Fogwill por una foto que vi de él en una revista: tenía los ojos desorbitados, el pelo encrespado, todavía vivía. No entendí nada. Me dieron ganas de no volver a leerlo nunca. Leyendo a Fabián Casas me doy cuenta que a Fogwill casi todos hemos llegado por una foto de él que nos impresiona. No saqué libros de él en mucho tiempo. Me dediqué a buscar sus fotos.

Debería aceptar que la columna no sale. Ni modo. Mejor eso que seguir con la sensación de llegar tarde a todo. Esta columna debió hacerse cuando murió Fogwill, no ahora que Piglia gana un premio. Llegar tarde se soluciona saliendo más temprano, así de fácil. Toda mi vida he tratado de hacerlo y nada: vuelve a pasar.  Mis amigos me esperan. Me han malacostumbrado y no se enojan  nunca. También las exnovias me esperaban pero a esas ya no la veo. Además la amistad tiene la posibilidad de crecer más grande que el amor.

Yo quería escribir una columna que hablara de los cuentos de Fogwill que más me gustan -a mí que no me gustan los cuentos:   Muchacha Punk,  Japonés,  Memoria de paso. O hacer algo de largo aliento entorno a la sensación de nostalgia que se me quedo toda una semana después  de leer La larga risa de todos estos años.  Quería hablar de Fogwill y termine hablando de mis amigos. Que a veces, me he enterado, hablan mal de mí. Eso está bien. Es bueno hablar mal de la gente. Yo lo hago todo el tiempo.  Al final importa más que te esperen cuando llegas tarde. Te ven llegar apurado y te reciban con una sonrisa: ningún reclamo.  Te das cuenta que el amor es una mierda y la amistad un bosque  que crece sin historia; a pesar de las tardanzas puede seguir viviendo: aunque cambie nunca termina de ser diferente.  Así siento con Fogwill: sus textos me esperaron  aunque llegué tarde.

Publicado en el n°47 de aQROpolis 

miércoles, 1 de junio de 2011

Vida postal


A lo mejor la vida es un error postal. Una dirección mal anotada, un descuido en el cartero, un olvido en alguna caja de un edificio cualquiera.  Alguien me escribió que nos conocimos por la ausencia de  ese error postal.  Me lo escribió por mail y  no le hice mucho caso. Era cierto. Una solicitud enviada  que llegó a donde debía llegar. La de ella. La mía la entregué personalmente en la dirección del lugar. No confío en la personas. Al menos no conscientemente. El paquete era una solicitud para un curso literario. Se lo entregué al celador de la institución. Me deseó suerte. Se me hizo chistoso que me dijera eso.  Nada aseguraba que entregaría mi solicitud pero lo hizo. Me quedé. También Ella. Las cosas que llegan a donde deben llegar también son un error, nuestras solicitudes debieron perderse en el camino. Hace mucho que no la veo, yo creo que ya nos olvidamos.

Hace unos días tuve que mandar dos paquetes a Monterrey.  Me puse muy nervioso. Siempre soy así en mis primeras veces, me sudan las manos. Cosa que me parece repugnante así que me pongo más nervioso.   La única postal que había mandado antes de eso la mandé desde la papelería que está detrás de mi casa. Ahí no me dieron nervios. La postal era una muy bonita de Francis Alÿs, esa donde un ratón se ve corriendo. Dicen que cuando se tomó la foto, Alÿs llegó a una inauguración en La Colección Jumex y llevaba el ratón en el bolsillo, ahí lo tuvo algún rato, luego lo soltó, así nada más sin decirle a nadie. Se la envié a una chica que me gustaba. Pasaron los días y no me decía nada. Le terminé diciendo que le había enviado una postal. Se emocionó. O mintió, quién sabe. Al final la postal si llegó. Nunca paso nada entre nosotros.  Arruiné la sorpresa. Fui débil. Ya ni siquiera nos hablamos. Todos deberíamos soltar el ratón que llevamos en el bolsillo. Dejar que vaya. Que llegué a donde le venga la gana. Yo lo solté antes de tiempo.

Hay una pieza de Fernando Ortega que vi en el MUCA hace varios años y   que me hace pensar en el mundo postal; en todas las expectativas que hay cuando uno manda una carta: uno nunca manda solo una carta. No me acuerdo del nombre de la pieza pero estaba hecha de andamios que rodeaban gran parte de la sala de exposición. Te podías subir. Caminabas sobre los andamios hasta llegar a un cuarto blanco. Ahí había una postal con todo y  su sello de correos. Solamente eso, una postal con sello. Nunca se me hicieron más presentes los trabajos que pasa algo tan pequeño para poder llegar a cualquier lugar.

La verdad es que yos soy feliz mandando mails. Te avisan cuando no llega y se reciben inmediatamente. Pero a veces me entra la nostalgia de las cartas que nunca enviaré por correo postal. A lo mejor si enviáramos cartas seríamos menos desconfiados, más pacientes, a mí me sudarían menos las manos, también uno se podría dar cuenta que las cosas pueden o no pueden llegar. Que de todos modos no importa. Que todo olvido es también una coincidencia. La vida siempre es un error postal. He recibido cuatro cartas en mi vida.  La última de esas  cartas  que recibí era de R. Esa vez aunque estaba en el buzón todavía no era el primero en verla. Toda mi familia  ya sabía de la carta. Era un viernes por la noche  y venía de ver a R precisamente. Mi mamá me vio con una risita cómplice y me dijo de la carta. Era un  sobre grande y largo, cómo de los que uno usa en la primaria cuando le enseñan eso de remitente y destinatario. La abrí ahí mismo. Faltaba una semana para su cumpleaños. Esa noche, todo había salido bien entre nosotros.  Era una foto que nos había gustado particularmente. Salíamos ella y yo.  Ella se veía muy bonita. Vi la foto y sentí que algo que ya estaba roto se quebraba de nuevo. Nunca supe bien que fue. Días después le dije que ya no podía seguir con ella.  Terminamos. Después me arrepentí.  Sigo creyendo que no sé cuándo es su día de cumpleaños. Hace ya mucho que no la veo. Todo fue un error postal, otro más, pero este ya no tuvo solución. Ni coincidencia que lo salvara.

Publicado en el n°46 de aQROpolis 





miércoles, 18 de mayo de 2011

"En las novelas hay más rabia, más bilis, más ternura, más saliva" (Entrevista con Valeria Luiselli)

Más tiempo, decía Juan Ramón Jiménez, no es más eternidad. Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) bien podría ser la demostración de aquellas palabras del poeta español, con apenas dos libros publicados nos demuestra que más páginas y más edad, tampoco son más eternidad. Si con Papeles falsos (Sexto piso, 2010) vino a revitalizar la tradición del ensayo literario, con su novela Los ingrávidos (Sexto piso 2011) Valeria alza discretamente la mano, para posicionarse en las planas mayores de la literatura contemporánea. Así, sin aspavientos ni presunciones, pero  con una amable sonrisa en el rostro, la también guionista de ballet (Su obra Estancias, fue montada por el NYC Ballet) y colaboradora habitual de Letras Libres, accedió a la realización de una entrevista con motivo de la reciente  publicación de su novela.

A casi un año de publicar tu primer libro, después de las elogiosas lecturas que tuvo -pienso en Christopher Domínguez, Margo Glantz, David Miklos o el chileno Alejandro Zambra-,  y ahora con tu nuevo libro, que ya tiene contratos para ser traducido a varios idiomas el próximo año,  ¿Cómo te sientes? ¿Alguna vez imaginaste que tus libros serían recibidos de tal manera?
VL: Supongo que uno nunca calcula qué puede pasar con un libro –y menos mal. Para nosotros –para Sexto Piso y para mí, quiero decir— fue muy sorprendente la reacción de los lectores de Papeles falsos. Nuestra experiencia con ese libro, de algún modo, derrumbó el mito editorial de que en México nadie lee ensayo literario. Pudimos concluir, tras un año de que Papeles falsos estuviera en circulación, que al menos 25 personas en México sí leen ensayo literario. Nos pasó algo similar con la novela, pero a mayor escala y fuera de México. Antes de que saliera en español, la habían contratado en otras 7 lenguas –una de ellas, hebreo, lo cual no me deja de resultar fascinante. Creo que los editores de SP han hecho un trabajo impresionante y que hemos encontrado un equilibrio muy afortunado.

Tu primer libro te llevó alrededor de tres años.  ¿Cómo fueron los tiempos de escritura de Los ingrávidos? ¿Cómo fue el proceso de escritura?
VL: Empecé Los ingrávidos hace más o menos tres años, sin haber terminado Papeles falsos. Pero, durante bastante tiempo, el proceso de escritura fue lento y muy espaciado. Aborté varios intentos, abandoné varios borradores. Pero llegado cierto momento, cuando encontré al fin el tono exacto que estaba buscando, todo empezó a suceder a una velocidad vertiginosa. Pude trabajar diario, muchas horas al día, durante un año completo. Pero me costó encontrar el tono –y creo que ahí, y no tanto en la trama ni en la construcción los personajes, está la clave para que las cosas fluyan.

En Papeles falsos  está  discretamente presente el fantasma literario de Joseph Brodsky. En Los ingrávidos tiene una presencia más obvia el de Gilberto Owen. Dos fantasmas desterrados. Hace algunos años vivías en Nueva York, muy cerca del edificio donde vivió Owen, ¿Cuándo conoces al fantasma de Owen?
VL: No recuerdo cuando leí por primera vez a Owen, pero recuerdo que hace como tres años lo leí completo y con suma atención –su trabajo narrativo, poemas, artículos y cartas-. En algún momento leí una carta de Owen a Villaurrutia en donde Owen describía su cuarto en Harlem y le daba a su amigo sus coordenadas: “Vivo en Morningside Av. No. 63. En la ventana derecha hay una maceta que parece una lámpara. Tiene redondas llamas verdes...” Yo vivía a sólo algunas cuadras de ahí, así que decidí visitar el lugar. Para no hacer el cuento largo: terminé en la azotea del viejo edificio de Owen. Ahí encontré una planta en una “maceta que parecía una lámpara”, como la que describía Owen en su carta. La maceta –era claro—la habían abandonado, así que decidí llevármela a casa. No era del todo un robo, porque la maceta no parecía tener dueño y la planta que sostenía estaba semimuerta: estaría mejor conmigo en casa que arrumbada en esa azotea. Coloqué la planta junto al escritorio donde trabajaba y pasaba casi todas las horas de mis días. Desde entonces  sentía una compañía constante, se me aparecía el fantasma de Owen en todas  partes. Tenía que escribir una novela para hacer algo con ese fantasma.

¿Sigues subiendo a las azoteas de edificios que no conoces?
VL.: A veces, pero no tanto como antes. Ahora mis paseos son al zoológico, a los juegos de los parques, y a las albercas de pelotitas. Pronto, ni modo, me van a empezar a exigir ir a Six Flags, La Ciudad de los Niños y otros infiernos parecidos. Me gusta de las azoteas la distancia, poder ver las cosas en miniatura. Si fuera chaparrita te diría que me gustan porque me hacen sentir más alta que los demás. No soy chaparra, pero cuando me siento atribulada, la altura de las azoteas sí me ayuda a poner las cosas en perspectiva, a no sentir que todo me rebasa. Las azoteas están a medio camino entre la perspectiva del avión y la del peatón: tienen la atura exacta para despistarse un rato de uno mismo sin abandonar del todo su pertenencia al mundo inmediato de allá abajo.

Vivian Abenshsushan ha dicho que tu escritura se desarrolla como “una bitácora de los huecos”. ¿Qué piensas al respecto?
VL: Pienso que ojalá todos los lectores fueran como Vivian Abenshushan.

Has dicho, algunas  veces, que es importante que el escritor sepa dónde está parado. ¿Cómo ha sido estar parada  en dos géneros distintos, cuales son las similitudes y las diferencias que ves entre ambos?
VL: Se ha dicho mucho de Papeles falsos que no es un libro de ensayos, sino una novela en clave, una serie de cuentos disfrazados de ensayos, etc. Mario Bellatin dice que es un libro de textos, así nomás. Yo ya no sé qué sea. Pero sí sé que, mientras escribía el libro, estaba segura de estar escribiendo un libro de ensayos y que estaba tratando de dialogar con cierta tradición de ensayistas. A lo que voy es que me parece importante que un escritor sepa (o crea saber) cuáles son las reglas del juego que quiere jugar. Después, por supuesto, puede subvertirlas, pero tiene que conocerlas.      Los ingrávidos, hasta donde yo sé, es una novela –aunque no me sorprendería que luego resulte que es un libro de ensayos. Y sí, hubo diferencias abismales en el proceso de escritura de este libro respecto del primero. Las novelas sí se escriben como con otros órganos corporales que no están involucrados en la escritura de ensayos. Hay más rabia, más bilis, más ternura, más saliva.

¿Trabajas actualmente en algún proyecto literario? ¿Sobre qué?
VL: Traducciones, cuentos, artículos –business as usual, como dicen. Quiero volver a escribir para danza y sé que pronto tengo que empezar otro libro, posiblemente una novela, porque si no me tiro de un puente. Desde hace tiempo, mi pareja y yo tenemos el proyecto de escribir una serie de “ensayos epistolares” sobre la maternidad y la paternidad desde un punto de vista, digamos, más literario que el que se suele adoptar cuando se escribe sobre ese tema. Pero hasta ahora llevamos como cinco páginas.

Desde hace mucho el panorama literario  se ha descentralizado de la capital del país, en  Monterrey se hace La tempestad, la editorial Almadía y la revista Numero 0 suceden desde Oaxaca, Sexto piso tiene un pie en el D.F. y otro en España ¿cómo ves las vitalidad del panorama  literario y editorial en México?
VL: No sé qué decirte. El editor en jefe de La Tempestad vive en el DF; los editores de Almadía también, varios de Número O, idem; y en SP España sólo se publica lo que se publica en el DF. Pero, por supuesto, suceden muchísmas cosas muy interesantes fuera de la ciudad de México. En Tijuana, Monterrey, Puebla o Guadalajara, por ejemplo. Tener que enunciarlo es, incluso, un poco absurdo. Pero tal vez aún falta un rato para que podamos decir que, en efecto, éste es un panorama editorial plenamente descentralizado.

Tienes razón, supongo que fue más un deseo que una pregunta. Pero bueno, a parte de escritores desterrados, ¿qué  lees actualmente?
VL: Leo poesía y ensayo más que narrativa. Los poetas modernistas anglosajones conforman, tal vez, la constelación de escritores que más me interesa. Pero también leo mucho a autores latinoamericanos contemporáneos. Me interesa el trabajo de Alejandro Zambra o de la joven argentina Inés Acevedo (tiene un libro maravilloso que se llama Una idea genial). Desde hace algunos años estoy leyendo, cada que logro conseguir uno, los libros del uruguayo Mario Levrero. Pensándolo bien, tal vez sí leo bastante narrativa.

Hay algo muy bonito que dice Claudio Magris sobre la  literatura, “que puede que ésta tenga un lugar en el mundo como las hojas de los árboles”. En tu vida ¿cuál sería ese lugar?
VL: ¿Hmm?

Publicado en el número 43 de aQROpolis.