jueves, 14 de abril de 2011

malerba, tlalpan y las palabras que no se olvidan

1. Hace unos días saqué de la biblioteca El descubrimiento del alfabeto del escritor italiano Luigi Malerba (1927-2008). No había leído nada de éste autor antes, pero la sonoridad de su nombre se me quedó en la mente desde que lo vi escrito por Sergio Pitol en El mago de Viena. No recuerdo bien a bien lo que Pitol escribía de él, pero las palabras que forman su nombre se me quedaron sin que lo notara. La memoria luce a veces como un desván: uno guarda objetos por acumulación, sin darse cuenta; resplandecen un momento y ya después se van apilando tantas cosas; un día damos con el de nuevo por otra casualidad, así nos damos cuenta que no estaba perdido sino casi olvidado. Esto yo no lo sabía hasta que caminando por los pasillos de literatura italiana me encontré de nuevo, esas dos palabras: Luigi Malerba. Haría falta escribir una historia de las palabras que se nos quedan por la simple manera de como lucen escritas y de como para nuestros adentros las pronunciamos.


2. Hace ya dos años creo de aquella noche. Era la primera vez que iba al centro de Tlalpan. Era de noche e íbamos los tres juntos. Entramos a algún café a platicar de cualquier cosa. Ella hablaba de su pasado en ese vecindario; nos mostró los lugares donde trabajó, nos contó de aquellas personas que, ahí también, conoció. Él hablo de su pasado en Cuernavaca, de cuando estudió la preparatoria allá. Yo los escuchaba y no quería que callaran, supongo que eso es lo que permiten las noches, ese hablar como sin destino que se va volviendo una espiral de recuerdos y anhelos. Entonces salió el nombre de Javier Sicilia, le acababan de dar el Premio de Poesía Aguascalientes. Él dijo que lo conocía. O más bien que lo había tratado, al que conocía de verdad era a Juan Francisco, el hijo. Habían ido juntos en la prepa. A veces, dijo Él, llegábamos a su casa y ahí estaba su papá, siempre escribiendo, un artículo o un poema, nunca supe, pero siempre de muy buen humor, desde aquellos años me gusta leerlo, los recuerdos de aquellas tardes a veces vuelven cuando lo leo. Ahora Ellos están en Holanda. Yo sigo leyendo a Javier y aunque hable de cualquier cosa yo siempre pienso en esa noche en Tlalpan.


3. El primer relato del libro de Malerba trata de cómo el viejo campesino Albanelli descubre el alfabeto por la ayuda de un niño de once años. El niño trata de enseñarle primero el abecedario completo pero el hombre se da cuenta del orden arbitrario del mismo, por qué después de la A tiene que ir la B, y luego las C, no hay ningún sentido. El niño sin saber muy bien que contestar le dice que por comodidad. El campesino refunfuña y le pide, mejor, que le enseñe a escribir su nombre pues no le hace ninguna gracia tener que poner una X ahí donde dicen, va su firma. Eso fue lo primero que pudo leer y escribir, su nombre, esas palabras que desde niño siempre llevo. Fue así, que en un papel por fin se pudo ver de lejos.


4. El viejo y el niño se hicieron amigos y después del alfabeto empezaron a escribir juntos un montón de palabras: El viejo puso tanto entusiasmo que soñaba con ellas por la noche, palabras escritas en libros, en las paredes, en el cielo, grandes y resplandecientes como el universo estrellados. Algunas palabras le gustaban más que otras y hasta intentó enseñárselas a su mujer.


5. A veces me escribo con Ellos. Creo que las palabras me entusiasman más desde que me han ayudado a nombrar la distancia. Pero esto no hubiera sentido sin el libro de Malerba. Hace unos días escuchaba que alguien decía ojalá que el mundo fuera más chico. Yo también a veces lo pienso.


6. A Juan Francisco Sicilia no le conocí y ahora está muerto. Fue torturado y asesinado. La noticia la encontré en el periódico. La he seguido estas dos semanas. Así como el viejo Albanelli reconoció su nombre yo reconocí el del compañero de mi amigo. No es que los más de treinta mil muertos de esta guerra no hubiesen importado, es que el círculo de voces se va haciendo cada vez más pequeño. Javier dijo que abandonaría la poesía pero no se ha quedado en el silencio. Su voz desde hace algunas semanas dejó de ser papel para ser presencia. El país, por lo demás, se está cayendo, pero eso ya lo sabíamos.


7. Cuando aprendió cien palabras pensó que era suficiente para su edad. Albanelli se iba a buscar en los trozos viejos de periódico las palabras que conocía y cuando encontraba una se ponía contento como si hubiese encontrado un amigo.


8. Puede que las palabras no sirvan para nada. Vaya, siempre son más un problema que una solución. Pero ellas pueden hacer sentir la ausencia, no sólo el vacío sino también el recuerdo que no se va. Son amigas que se encuentran por casualidad. Insinúan también la vida, aún de la sangre y la violencia que se empeñan en querer desaparecerlas.


Publicada originalmente en el numero 39 de aQROpolis

miércoles, 6 de abril de 2011

la cama de los brodsky, mark manders y sobre lo que dicen los objetos

Para Claudia e Hilarión, que me llevaron.

1. Los objetos guardan recuerdos mientras se desgastan. En ellos van quedando gestos y actos que parecen no verse, historias de uso que se van sobreponiendo en los pliegues de sus texturas. Como una memoria guardada que, casi siempre, se muestra cuando estos se rompen o cuando sin esperarlo, uno los vuelve a tomar y el pasado regresa con la fuerza de una revelación, con una intensidad inesperada que nos hace trastabillar; se recupera por un momento una voz, una mano o ese rostro que parecía haber desaparecido para siempre y que uno pensaba que ya no necesitaba, pero ese regreso no hace dar cuenta que todo aquello que fue, siempre nos hará falta. Marcel Proust creía que las cosas guardan el alma de aquellos a los que hemos perdido, y justamente su personaje de En busca del tiempo perdido volvió a encontrar su infancia en Combray al remojar una madalena en una taza de té. Lo difícil, obviamente, es que la memoria no llega cuando uno la necesita, casi siempre llega por accidente. Las más de las veces se pierden los objetos y los recuerdos de aquello que fue para no volver a ser jamás. Tal vez por eso la gente guarda tantas cosas que parecen no servir más, esperando que algún día llegue esa reminiscencia perdida; que el pasado sea revelación de futuro.

2. Si los objetos son pequeños recuerdos, puede que las casas sean como esa memoria dónde la vida espere ser recuperada. Cada espacio, cada mueble, cada puerta, como espacios donde sucede y se olvida la vida. Uno no podría recordarlo todo, pero siempre es posible quejarse de no recordar lo suficiente. Por recomendación de Valeria Luiselli hace unos días leía el ensayo En una habitación y media del poeta ruso-estadounidense Joseph Brodsky. Hacía tanto que no leía algo tan triste, aunque decir triste sería un exceso, pues la lectura fue de una tristeza como bonita, sí es que eso pudiese existir. El ensayo de Brodsky es, sobre todo, un ejercicio de memoria. Un ejercicio de recordar a partir de aquella habitación y media lo que el autor compartió con sus padres, esa infancia en la ya desaparecida Unión Soviética. Lo que duele en el ensayo de Brodsky es la constatación del olvido como un inevitable. No podríamos negar que fuimos felices, pero la mayor parte de esa felicidad se ha ido perdiendo. Qué hacer cuando a esa casa no se puede regresar. Brodsky no pudo regresar. Sus padres tampoco pudieron salir de la URRSS. Del ensayo me queda una extraña claridad en la imagen de la cama de los Brodsky. En una cama puede suceder el mundo; era de madera pulida de arce carmelita claro, no crujía ; la madre de Joseph la compró muy barata en 1935 antes de conocer a su marid; esa cama nos dice Brodsky, era dónde sucedía lo importante, las pláticas y las peleas de sus padres, los planes y las esperanzas familiares; esa cama dondequiera que ahora esté, constituye un vacío en el orden del mundo: un vacío de 1,50 por 2,20 metros.

3. El artista holandés Mark Manders (Vokel, 1968) quería ser escritor. Pero tal vez se dio cuenta que lo que un objeto dice de nosotros no se puede pronunciar con palabras sino con nuevos objetos, con una nueva manera de nombrar y de mostrar. Desde 1986, Manders ha venido construyendo un edificio personal donde cada nueva escultura es una manera de decir un recuerdo, un deseo o un sueño. Crear una habitación como una frase sin palabras dice el propio Manders. Sus esculturas, a veces, torsos de personas incrustadas en barras de madera otras tantas animales que varían su tamaño (ratones, zorros, perros) son hechas de bronce patinado y parecen hechas de arcilla o de barro fresco, a éstas, algunas veces les adosa objetos cotidianos, los cuales al puestos en la escultura pierden su particularidad y ganan otro sentido. Por ejemplo Fox / mouse/ belt (1992) es una de éstas esculturas de bronce patinado, donde la figura del zorro y del ratón adquieren otro sentido al estar, ambas, anudadas por un cinturón del propio artista.

El edificio de Manders no obstante, no es un mero reflejo de lo que fue, o de lo que es, sino de aquello que pudo haber sido. Los objetos dejan de ser lo que eran para ganar una nueva y presencia: una difícil de asimilar pero de una familiaridad extraña.

Hace unos días pude visitar la exposición Obra de referencia de Manders que tuvo sede en el Museo Carrillo Gil de la ciudad de México. El segundo piso del museo fue reinterpretado en una totalidad por las piezas del holandés: la entrada así como la ventana fueron cubiertas por un plástico opaco, cada escultura fue dispuesta por el propio artista en un espacio específico, entablado así un discreto dialogo con la arquitectura de la sala. Uno se pasea por la exposición como un fantasma que recorre la intimidad de una casa ajena, no se puede saber totalmente quien vive ahí, pero se puede imaginar un rostro, una historia de vida.

4. Los objetos que hemos perdido son vacíos en el mundo como dice Brodsky. A veces en una taza de té, la ausencia adquiere claridad. Buscar los objetos, hacerlos de nuevo, inventarlo todo como Mark Manders. Decir, como en secreto, la vida de las cosas, la nuestra contenida en ellos.