miércoles, 29 de junio de 2011

Volver a las cosas

No me gusta comprar libros. Desde hace un tiempo desistí de tener una biblioteca personal. Resignación en parte, por no cobrar el dinero que quisiera, y por otro lado, pensando en ese horrible fetiche de los libros: ahí cuando uno termina comprando por comprar y lo único que acumula son libros olvidados. “Son muchos los libros no leídos –escribía Joseph Conrad–, pero son más los olvidados”. Nada se me hace más triste que ver una pila de olvido en mi cuarto. Mejor “pocos pero doctos libros”, como decía Quevedo. Yo no soy Quevedo, pero siempre es mejor tener libros a los que puedes volver cuando se te da la gana. No existe la repetición, pero sí la noción de cercanía.  La relectura como quien recorre con los dedos un rostro conocido, una mano que explora una geografía próxima, pero siempre nueva. Los rostros cambian. También un libro al que ya no se le añade ni una coma, cambia.

La profundidad, decía Claudio Magris, no está ligada, simplemente, a la ética del sacrificio, tiene que ver con algo más; “Sumergirse y volverse a sumergir en un texto –en un amor, en una amistad– es como zambullirse repetidamente en el mar y descubrir cada vez nuevas luces y colores que enriquecen las precedentes, o como hacer el amor muchas veces con una persona amada, cada vez más intensamente gracias a la libertad de la confianza incrementada”: nadar en alguien, en algo, profundamente. 

Soy un lector de biblioteca. Recorro estantes, saco nuevos títulos. Vuelvo a sacar los ya leídos. Nunca leo en la biblioteca: no puedo, me da sueño. Voy por libros nada más. Me llevo libros que no termino. Después los regreso. Casi siempre los resello. Uno aprende a leer como quien visita cuartos de hotel, sin dejar rastro; una lectura invisible: ninguna marca. Te vuelves un fantasma que recorre páginas. Y ya. Lo devuelves después. Nada es nunca nuestro de todos modos.

Me desespera la gente que cree que un libro es mejor que, por ejemplo, una taza. La taza te regala las mañanas de café y las noches de té. Tienen una oreja que jalas y nunca dice nada. Puedes prestarla y nadie pone el grito en el cielo. Es una taza, nada más. Es pequeña y tiene un lugar en la alacena.

Tampoco comparto esa negativa de prestar libros. Los míos los suelto muy fácil. Los pocos libros que compro, terminan desperdigados con mis amigos o con mujeres a quienes quiero impresionar. He tratado de irme creando, como discípulo no reconocido de Vila-Matas, mi historia abreviada de la literatura portátil. Tener no en una maleta sino en el escritorio los libros que siempre puedo releer. O prestar para impresionar. O perder simplemente. 

Magris, de nuevo, dice que puede que la literatura tenga un lugar en el mundo, como las hojas de los árboles. Que los libros fueran libros, nada más; ni cambian al mundo, ni vuelven mejor persona a nadie; como las hojas de los árboles, sólo tienen un pequeño lugar: son libros nada más.  

Después de la sequía de estos meses, volvió a llover. No cualquier lluvia. Una lluvia, tupida y constante, pero leve. “Óyeme como quien oye llover / pasan los años regresan los instantes”, escribía Paz en algún poema. Ha estado lloviendo y hace unos días fui de compras. Iba con M. Caminamos y caminamos, ella no se desesperó nunca. Sonreía como sólo su rostro sabe. Ahí estábamos,  comprando libros. Me hice de dos: Paterson de William Carlos Williams en una bonita edición de ALDVS y La vida triestina, de David Miklos en Libros Magenta. Ahora que escribo también llueve, regresan los instantes, también los libros. Volver a comprar también puede ser una relectura: una noción de la profundidad. No por la compra, sino por estar con M. 

Publicado en el n°50 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de armas, de Querétaro.

miércoles, 22 de junio de 2011

Ese ir y venir de lo mismo

No sé en qué momento me empezó a gustar lavar los trastes. Podría mentir escribiendo que cuando niño. Pero no; en esa etapa de mi vida odiaba, por encima de todas las cosas, hacer la limpieza (y estar en casa, tampoco aguantaba quedarme en casa). Ahora que lo pienso no podría estar tan seguro diciendo que me gusta; más bien, ciertas cosas que pasan mientras lo hago; no tanto el lavar por lavar, sino por el tiempo que se me va mientras enjabono y enjuago.  Ese estar parado frente a la ventana de mi cocina. Pensar que recuerdo algunas cosas. Varios rostros.  Algunas frases. Ciertos pasajes de libros leídos.  Tararear la canción que  se escucha del iPod. A veces,  mientras tomo un plato, también  se siente un golpe seco. El hueco que se hace después del recuerdo. Darse cuenta que la única batalla verdaderamente épica que libras en tu día es estar allí, lavando los trastes. Aguantándote a ti. Y la ventana sigue ahí, haciendo lo mismo de siempre. Todo es lo mismo. No hay nadie en casa y hace unos días cumplí 23 años.

Ensuciar los platos, lavarlos de nuevo: así se podría resumir la vida. En ese ir y venir de lo mismo; enjabonamos y luego el agua, después al escurridor, tomamos otro y así seguimos con los cubiertos. Yo primero lavo los vasos, luego los cubiertos y los platos, al final las ollas y las sartenes. A veces al jabón preparado, le exprimo un limón para quitar los malos olores. Siempre uso guantes.

Un ritual de lo mismo. Así son los años. Una hora y después un día. Luego las semanas y los meses. Al final tienes un año de más. Luego otro y así. Acumular años y no saber nada de la vida. Es en El mal de Montano, de Vila-Matas, en  la parte de Teoría de Budapest, dónde la madre del narrador, finaliza un texto escribiendo, “tanto abrochar y desabrochar”.  No tengo la novela a la mano. Pero nunca se me fueron esas frases, y una vez se las escribí a R. No dijo nada. Últimamente nadie dice nada. Tanto abrochar y desabrochar para que al final nadie diga nada.

La mamá de Joseph Brodsky decía que lavar los trastes puede ser  terapéutico.  Se lo dijo por teléfono. Esa escena, o más bien, el recuerdo de ese momento, viene en el ensayo de Brodsky que se llama En una habitación y media. Me gusta imaginar un Joseph Brodsky maduro que en su departamento de Nueva York, después de la comida, enjuaga los vasos. Entonces recibe una llamada desde la desaparecida Unión Soviética. Luego los eufemismos para no levantar sospechas. Las palabras que no decían lo que sentían, eran los silencios más bien, la estática de la lejanía, los suspiros. La manera de acercar el auricular a la cabeza.

Tanto abrochar y desabrochar, pero nada es nunca lo mismo: los trastes van siendo remplazados sin darnos cuenta, algunos se rompen durante la comida, otros solamente se tiran por viejos. Se compran nuevos. Algunos se van quedando en la esquina de la alacena, sin una mano que los alcance.  Lobo Antunes en una de sus crónicas, resume la vida con un hombre que carga una pila de platos, al principio de la vida uno va trasladando sus trastes de un lado a otro: en algún momento se cae uno, después otro, intenta que no se le caigan los demás y al final, en ese intento desesperado, se le rompen todos. Cada plato es el rostro de alguien cercano. Cuando los restos están en el suelo, ya no hay tiempo de comprar vajilla nueva.

En la bandeja de entrada. Un mail de Ella. Recordatorio en el fondo de la nevera, le puso de título. Y ahí me quedo.No hay trastes, ni ventanas, sólo una nota virtual. Veo mi nota de nevera. Y no sé. Nadie dice nada y todo es  lo mismo, pero allí, frente a la pantalla, de nuevo, la vida que no parece ser la misma.

Publicado en el n°49 de aQROpolis suplemento cultural del periódico Plaza de armas de Querétaro

miércoles, 15 de junio de 2011

Salir con otros


Me cuestan trabajo los demás. No siempre. Pero a veces dan ganas de no salir con nadie.  Mejor quedarse en casa. Vegetar todo el día viendo series y películas. Lavar de nuevo todos los platos de la alacena. Reordenar la casa; el cuarto, el librero, el closet. Darse de baja del mundo por un tiempo.  Como el personaje de George Perec en Un hombre que duerme: alguien que sabe que estar despierto no vale la pena. O mejor como Bartleby el escribiente, ese personaje de Herman Melville; ir a la oficina y hacer sólo necesario; preferir no hacer lo demás: ver a la ventana aunque no dé a ningún lado. Quedarse así. El mundo y la vida siguen pero uno tiene el derecho de quedarse. No avanzar. Preferir no hacerlo.

Soy pésimo con las presentaciones. Odio buscar a la gente. Ser amable. Lo peor es que lo soy la mayor parte del tiempo. Es un desfase, claro. Piensas lo que debes y terminas haciendo lo de siempre. Todos somos así (escribo un todos para escudarme en el plural). Terminamos saliendo con gente que quien sabe de dónde vino. Que en el fondo no queremos. Que nos desespera. Uno se esfuerza y conoce a los amigos  de esa persona.  Y luego a la familia; los tíos, los hermanos, los primos. La misma historia. Y la risa, y las palabras y todo, se fuerzan de más. No obstante seguimos ahí, nos quedamos.

Y no escribo pensando en Jean Paul Sartre y su pretenciosa frase, “el infierno son los otros”. De Sartre no me gusta casi nada, ni Simone de Beauvoir, mucho menos cuando declinó el Nobel. Y no es que crea que el Nobel tiene valía moral, sino todo lo contrario. Más bien siento que Sartre pensaba todo. Le faltaba honestidad. Quién sabe. Y Bueno, me gusta su ojo virolo. Pero no sé si eso vale. Yo soy más de Albert Camus. Contra los mamotretos de Sartre, la ligereza lúcida de Camus: “Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivirla es responder a la pregunta fundamental en filosofía”, así comienza ese libro genial que es El mito de  Sísifo. Tiene razón, esa es la pregunta, lo demás viene después; aunque en esa pregunta se nos vaya la vida. Camus sirve de ejemplo contra aquellos que creen en la vida como una fatalidad; que uno se termina quedando ahí donde le toco: les calla la boca con la historia de su vida.  Hay una anécdota que me gusta recordar de Camus, la escribe en su novela autobiográfica El primer hombre: de niño, le gustaba mucho jugar futbol y para no gastar sus zapatos, el único par que tenía, jugaba de portero. Así era Camus, encontraba la manera. Intentaba.

Claudio Magris en Microcosmos escribe que siempre es mejor conversar que escribir. Y pienso en eso ahora que quisiera abogar por la soledad; a lo mejor es imposible, al menos hoy, esta tarde, lo es. Estar solo no significa estar con uno mismo como escribe VL.  No hay nada mejor que ir con alguien a un museo y olvidarse de todo lo que hay allí dentro. Tener de frente cualquier pieza  y pensar más en ese Alguien Más. Es el guiño de Marcel Duchamp, la experiencia estética no está fuera, nace en la mirada de quien la busca. En ocasiones eso es una conversación. Una salida. Un paseo. En vez de leer, deberíamos, como dice Alejandro Zambra, “cerrar los libros, y enfrentar, no la vida que es muy grande, sino la frágil armadura del presente”.

En El mito de Sísifo, Camus indaga en el sinsentido de la vida: empujar como Sísifo la piedra cuesta arriba; sin llegar nunca a nada: sólo la piedra y la subida. La piedra a veces se cae y hay que volver a empezar. La vida a veces y casi siempre con otros, es bonita. Justo eso: la vida son los otros. Salir con ellos. Intentarlo. Al fin y al cabo, como dice Pedro Mairal, "la vida empieza a cada rato".

Publicado en el n° 48 de aQROpolis.

miércoles, 8 de junio de 2011

Llegar tarde a todo

“¿Por qué no somos como un bosque?
Memoria de paso, Fogwill

Tenía ganas de escribir sobre Fogwill pero no me sale la primera línea. Ni las que siguen. Sólo espuma como decía Vallejo. Llevo semanas tratando de hacer un ensayo sobre las casualidades que han caído bajo su nombre; las lecturas de las últimas semanas; inclusive las que no avanzan dan con él: Blanco nocturno, de  Piglia por ejemplo. Hace tres meses que me la prestó Imanol y sólo he leído cien páginas: sin muchas ganas de seguir la verdad. 

Tal vez, en ese ensayo que no sale, debería hablar  de la rivalidad que hubo entre Fogwill y Piglia. Imaginar que el autor de Los pichiciegos, escribe un texto polémico acerca de los premios que va acumulando la última novela del otro  -hace  unos días le dieron, nada más y nada menos que el Rómulo Gallegos.  A lo mejor si Fogwill todavía viviera le habría puesto un apodo a Piglia, cómo cuando a García Márquez le puso García Marketing.  Pero ya, desde hace casi un año,  no tenemos a Fogwill. Y yo, que tengo la sensación de llegar tarde a todo, también me tardé para descubrir sus lecturas de verdad.  Las de Fowgill digo, porque de las tres novelas que he intentado leer de Piglia nomás no he terminado ninguna.  Esta columna llegó tarde. No hay mucho que decir. Además Piglia me cae bien cuando hace ensayos o publica sus diarios. Ahí me gusta. Que no avance en su lectura no lo hace un mal escritor. Al contrario, me hace dar cuenta que soy un mal lector. Que le voy a hacer. Murió Fogwill y  ya no hay nadie que me defienda de las lecturas que no termino. La polémica literaria ya no existe. Ahora sólo hay buenos deseos y amigos que hablan bien de sus amigos.

Quizá debería de hablar de cómo L me llevó en la biblioteca a la poesía completa de Hector Viel Témperley. En algún momento debería entrelazar cómo,  mientras leía sus poemas del mar, se me venía a la mente esa película horrible que es Y tu mamá también. Recordaba la escena del comienzo que también es la escena final, ahí donde se escucha con el ceceo de las olas una voz que dice: La vida es como el mar. Por eso hay que darse como la espuma. Entonces  podría decir que la prosa de Fogwill es como la espuma, por eso me gusta: se alza y genera volumen de la nada. Me acuerdo cuando saqué su novela En otro orden de cosas. Yo venía de leer puras novelas con historias. Tenía ganas de leer a Fogwill por una foto que vi de él en una revista: tenía los ojos desorbitados, el pelo encrespado, todavía vivía. No entendí nada. Me dieron ganas de no volver a leerlo nunca. Leyendo a Fabián Casas me doy cuenta que a Fogwill casi todos hemos llegado por una foto de él que nos impresiona. No saqué libros de él en mucho tiempo. Me dediqué a buscar sus fotos.

Debería aceptar que la columna no sale. Ni modo. Mejor eso que seguir con la sensación de llegar tarde a todo. Esta columna debió hacerse cuando murió Fogwill, no ahora que Piglia gana un premio. Llegar tarde se soluciona saliendo más temprano, así de fácil. Toda mi vida he tratado de hacerlo y nada: vuelve a pasar.  Mis amigos me esperan. Me han malacostumbrado y no se enojan  nunca. También las exnovias me esperaban pero a esas ya no la veo. Además la amistad tiene la posibilidad de crecer más grande que el amor.

Yo quería escribir una columna que hablara de los cuentos de Fogwill que más me gustan -a mí que no me gustan los cuentos:   Muchacha Punk,  Japonés,  Memoria de paso. O hacer algo de largo aliento entorno a la sensación de nostalgia que se me quedo toda una semana después  de leer La larga risa de todos estos años.  Quería hablar de Fogwill y termine hablando de mis amigos. Que a veces, me he enterado, hablan mal de mí. Eso está bien. Es bueno hablar mal de la gente. Yo lo hago todo el tiempo.  Al final importa más que te esperen cuando llegas tarde. Te ven llegar apurado y te reciban con una sonrisa: ningún reclamo.  Te das cuenta que el amor es una mierda y la amistad un bosque  que crece sin historia; a pesar de las tardanzas puede seguir viviendo: aunque cambie nunca termina de ser diferente.  Así siento con Fogwill: sus textos me esperaron  aunque llegué tarde.

Publicado en el n°47 de aQROpolis 

miércoles, 1 de junio de 2011

Vida postal


A lo mejor la vida es un error postal. Una dirección mal anotada, un descuido en el cartero, un olvido en alguna caja de un edificio cualquiera.  Alguien me escribió que nos conocimos por la ausencia de  ese error postal.  Me lo escribió por mail y  no le hice mucho caso. Era cierto. Una solicitud enviada  que llegó a donde debía llegar. La de ella. La mía la entregué personalmente en la dirección del lugar. No confío en la personas. Al menos no conscientemente. El paquete era una solicitud para un curso literario. Se lo entregué al celador de la institución. Me deseó suerte. Se me hizo chistoso que me dijera eso.  Nada aseguraba que entregaría mi solicitud pero lo hizo. Me quedé. También Ella. Las cosas que llegan a donde deben llegar también son un error, nuestras solicitudes debieron perderse en el camino. Hace mucho que no la veo, yo creo que ya nos olvidamos.

Hace unos días tuve que mandar dos paquetes a Monterrey.  Me puse muy nervioso. Siempre soy así en mis primeras veces, me sudan las manos. Cosa que me parece repugnante así que me pongo más nervioso.   La única postal que había mandado antes de eso la mandé desde la papelería que está detrás de mi casa. Ahí no me dieron nervios. La postal era una muy bonita de Francis Alÿs, esa donde un ratón se ve corriendo. Dicen que cuando se tomó la foto, Alÿs llegó a una inauguración en La Colección Jumex y llevaba el ratón en el bolsillo, ahí lo tuvo algún rato, luego lo soltó, así nada más sin decirle a nadie. Se la envié a una chica que me gustaba. Pasaron los días y no me decía nada. Le terminé diciendo que le había enviado una postal. Se emocionó. O mintió, quién sabe. Al final la postal si llegó. Nunca paso nada entre nosotros.  Arruiné la sorpresa. Fui débil. Ya ni siquiera nos hablamos. Todos deberíamos soltar el ratón que llevamos en el bolsillo. Dejar que vaya. Que llegué a donde le venga la gana. Yo lo solté antes de tiempo.

Hay una pieza de Fernando Ortega que vi en el MUCA hace varios años y   que me hace pensar en el mundo postal; en todas las expectativas que hay cuando uno manda una carta: uno nunca manda solo una carta. No me acuerdo del nombre de la pieza pero estaba hecha de andamios que rodeaban gran parte de la sala de exposición. Te podías subir. Caminabas sobre los andamios hasta llegar a un cuarto blanco. Ahí había una postal con todo y  su sello de correos. Solamente eso, una postal con sello. Nunca se me hicieron más presentes los trabajos que pasa algo tan pequeño para poder llegar a cualquier lugar.

La verdad es que yos soy feliz mandando mails. Te avisan cuando no llega y se reciben inmediatamente. Pero a veces me entra la nostalgia de las cartas que nunca enviaré por correo postal. A lo mejor si enviáramos cartas seríamos menos desconfiados, más pacientes, a mí me sudarían menos las manos, también uno se podría dar cuenta que las cosas pueden o no pueden llegar. Que de todos modos no importa. Que todo olvido es también una coincidencia. La vida siempre es un error postal. He recibido cuatro cartas en mi vida.  La última de esas  cartas  que recibí era de R. Esa vez aunque estaba en el buzón todavía no era el primero en verla. Toda mi familia  ya sabía de la carta. Era un viernes por la noche  y venía de ver a R precisamente. Mi mamá me vio con una risita cómplice y me dijo de la carta. Era un  sobre grande y largo, cómo de los que uno usa en la primaria cuando le enseñan eso de remitente y destinatario. La abrí ahí mismo. Faltaba una semana para su cumpleaños. Esa noche, todo había salido bien entre nosotros.  Era una foto que nos había gustado particularmente. Salíamos ella y yo.  Ella se veía muy bonita. Vi la foto y sentí que algo que ya estaba roto se quebraba de nuevo. Nunca supe bien que fue. Días después le dije que ya no podía seguir con ella.  Terminamos. Después me arrepentí.  Sigo creyendo que no sé cuándo es su día de cumpleaños. Hace ya mucho que no la veo. Todo fue un error postal, otro más, pero este ya no tuvo solución. Ni coincidencia que lo salvara.

Publicado en el n°46 de aQROpolis