De niño recuerdo haber llenado cuestionarios donde te pedían especificar el número de focos que había en casa. Eran de esos que les llaman, socioeconómicos. También los llené en la secundaria. Que aburrido contar lo focos. Después del décimo inventaba una cifra. Siempre mentía. Mejor contar las ventanas, pensaba. Pero nadie pregunta cuantas ventanas tienes en casa. Catorce ventanas diría, varios focos.
Mi padre dijo que la casa estaría terminada cuando tuviera veinticinco años. Ahora tengo veintitrés y la casa estuvo lista desde hace diez años. Se fue construyendo mientras la habitábamos. Cuando nos mudamos sólo estaba la planta baja. En ese entonces no tenía cuarto propio, lo compartía con mi hermano. La casa fue creciendo como uno cumple años: sin darse cuenta. Miento, todos nos dimos cuenta. También uno nota como cambia la edad en el calendario, no te ves envejeciendo, sólo te oyes decir un número que nunca es el mismo. Nuestra casa fue creciendo, también el olvido y la edad en el calendario. Ya no recuerdo aquel departamento donde viví mis primeros siete años de vida. Recuerdo ciertos muebles, no el espacio; la sala donde me acostaba a ver la tele, por ejemplo; era de madera y cojines rojos: muy fea. Me acuerdo también de los sábados por la mañana: mi papá se iba a jugar muy temprano y mi mamá se levantaba hasta tarde. Mañanas de cereal y tele, sobra decir, no mucho más que eso: recuerdos sin ambiente, una sucesión de gestos más bien. Según yo, mi vida es este cuarto donde ahora escribo. Este escritorio y el librero de atrás. La cama a un lado, el closet y la ropa; los zapatos regados.
El jardín es un mar de tierra con puntos ralos y verdes que crecen desperdigadamente. Nunca se dio el pasto por completo. Lo intentamos varias veces; comprábamos los tapetes de pasto, era divertido desenrollarlos: no terminaron de afianzar. Hubo también, sacos y sacos de tierra fértil; esa tierra negra, siempre húmeda: tampoco pasó nada. Alguna vez vino un jardinero e intento germinar semillas; todos los días mí hermano y yo, antes de regar la tierra, revisábamos a ver si algo había crecido durante la noche; me acuerdo cuando hubo brotes tenues, la sonrisa que nos dejaron aquellos puntitos verdes en el fondo negro de la tierra: los puntos nunca fueron césped. Hubo con el tiempo, brotes de hierba rala. Mi mamá fue comprando plantas que de vez en vez, se alzan con flores. No ha sido un verdadero jardín, pero todos le llamamos así.
Lo único que siempre creció fue la enredadera. Una vez la podamos. La vecina de atrás se quejó de la humedad que la planta les dejaba en sus casa. Una mañana entre mi papá, mi hermano y yo, la cortamos. La mañana más larga de mi vida. Cuando despejamos el ramaje, nos dimos cuenta que el muro estaba completamente seco. Toda el agua estaba contenida en las ramas. No había humedad en los muros. El jardín sin pasto se llenó de hojas y ramas destrozadas. Tardó algunos meses en volver a cubrir todo el muro, volvió a crecer, con la misma intensidad y con un verde más fuerte. Quedó el recuerdo del muro muerto, la sombra gris de aquellos días sin hojas de enredadera. La regamos cada tres días; la veo siempre tras mi ventana.
Publicado en el n°53 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro.