lunes, 25 de julio de 2011

Fragmentos de una casa

De niño recuerdo haber llenado cuestionarios donde te pedían especificar el número de focos que había en casa. Eran de esos que les llaman, socioeconómicos. También los llené en la secundaria. Que aburrido contar lo focos. Después del décimo inventaba una cifra. Siempre mentía. Mejor contar las ventanas, pensaba. Pero nadie pregunta cuantas ventanas tienes en casa. Catorce ventanas diría, varios focos.

Mi padre dijo que la casa estaría terminada cuando tuviera veinticinco años. Ahora tengo veintitrés y la casa estuvo lista desde hace diez años. Se fue construyendo mientras la habitábamos. Cuando nos mudamos sólo estaba la planta baja. En ese entonces no tenía cuarto propio, lo compartía con mi hermano. La casa fue creciendo como uno cumple años: sin darse cuenta. Miento, todos nos dimos cuenta. También uno nota como cambia la edad en el calendario, no te ves envejeciendo, sólo te oyes decir un número que nunca es el mismo. Nuestra casa fue creciendo, también el olvido y la edad en el calendario. Ya no recuerdo aquel departamento donde viví mis primeros siete años de vida. Recuerdo ciertos muebles, no el espacio; la sala donde me acostaba a ver la tele, por ejemplo; era de madera y cojines rojos: muy fea. Me acuerdo también de los sábados por la mañana: mi papá se iba a jugar muy temprano y mi mamá se levantaba hasta tarde. Mañanas de cereal y tele, sobra decir, no mucho más que eso: recuerdos sin ambiente, una sucesión de gestos más bien. Según yo, mi vida es este cuarto donde ahora escribo. Este escritorio y el librero de atrás. La cama a un lado, el closet y la ropa; los zapatos regados. 

El jardín es un mar de tierra con puntos ralos y verdes que crecen desperdigadamente. Nunca se dio el pasto por completo. Lo intentamos varias veces; comprábamos los tapetes de pasto, era divertido desenrollarlos: no terminaron de afianzar. Hubo también, sacos y sacos de tierra fértil; esa tierra negra, siempre húmeda: tampoco pasó nada. Alguna vez vino un jardinero e intento germinar semillas; todos los días mí hermano y yo, antes de regar la tierra, revisábamos a ver si algo había crecido durante la noche; me acuerdo cuando hubo brotes tenues, la sonrisa que nos dejaron aquellos puntitos verdes en el fondo negro de la tierra: los puntos nunca fueron césped.  Hubo con el tiempo, brotes de hierba rala. Mi mamá fue comprando plantas que de vez en vez, se alzan con flores. No ha sido un verdadero jardín, pero todos le llamamos así.

Lo único que siempre creció fue la enredadera. Una vez la podamos. La vecina de atrás se quejó de la humedad que la planta les dejaba en sus casa.  Una mañana entre mi papá, mi hermano y yo, la cortamos. La mañana más larga de mi vida. Cuando despejamos el ramaje, nos dimos cuenta que el muro estaba completamente seco. Toda el agua estaba contenida en las ramas. No había humedad en los muros. El jardín sin pasto se llenó de hojas y ramas destrozadas. Tardó algunos meses en volver a cubrir todo el muro, volvió a crecer, con la misma intensidad y con un verde más fuerte. Quedó el recuerdo del muro muerto, la sombra gris de aquellos días sin hojas de enredadera. La regamos cada tres días; la veo siempre tras mi ventana.

Publicado en el n°53 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro.

sábado, 16 de julio de 2011

Otros lugares

1. Algo dice VL sobre dormir en otros cuartos. Lo escribe en uno de sus ensayos de Papeles falsos. Ya ni recuerdo qué dice. Pero es algo. Yo estoy en otro cuarto justo ahora y no tengo mi libro a la mano. De hecho, tampoco tengo el libro a la mano cuando estoy en mi cuarto. He prestado los dos ejemplares que tenía. Uno, creo, ya lo he perdido por completo. El otro ejemplar también lo preste, no me importaría perderlo también. Dormir en otros cuartos, para ver la tenue pertenencia de cualquier lugar. No sé si lo escribe Luiselli, pero es algo así. Hoy, en otro estado de la república, en otro cuarto, siento que nunca he tenido aquella cama donde he dormido la mayor parte de mi vida. Nunca he tenido, en realidad, todas las cosas que he vivido. 

2. Un mensaje de texto que le llega a alguien. No una foto, no una llamada: un mensaje. Lo lee a los demás. La imagen aún sin rasgos, es un golpe seco que sabes directo en algún punto blando que te dobla. Seguir de pie y no sentir que estas parado sino en el suelo. No hay nadie que escuche que no tenga la sonrisa muerta. Ni personas de pie que sepan de la imagen y puedan estar de pie. Un mensaje que dice: “¿estás bien? Hubo una balacera, mataron a 20 personas”. Fue en el centro. Un bar. Es Monterrey, estoy de viaje. Yo no tengo celular, tampoco recibí el mensaje y de todos modos, la proyección de la imagen me deja sin palabras. Ruego, yo que no soy cristiano, que mis padres no hayan visto las noticias. Que no sepan. No todavía. No ahorita sin la posibilidad de decirles que estoy bien. Que sólo me mataron un momento la risa. Porque después de todo, reímos de nuevo. Aunque sigamos parados y no estemos de pie.

3. A diez cuadras del lugar donde estábamos masacran a 19 personas. Los sicarios llegaron disparando. Mataron al portero y a un señor que vendía hot dogs. La cifra de muerte se completó durante una cifra temporal: 20 minutos. 

4. Regresamos al hotel. Y reímos de nuevo. Ni siquiera nos dimos cuenta en qué momento se olvidó el miedo. No lo escribo como reproche, sino como fatalidad. O como registro más bien.  Becket decía que lo único que puedes hacer cuando la mierda te llega hasta la cabeza es cantar. Yo no canto pero creo que la risa es una forma de cantar que uno nunca puede controlar. Cantas y ya. La vida pierde peso. Como cuando juras odiar por siempre a la persona que quieres y te lastima, después vuelve, no dice nada, alza las cejas, o hace otro gesto, sólo eso, un gesto: te ríes y ya.   

5. ¿Cuánto dura el último minuto de las personas que ya no irán a otro lugar? No sé. No podría contestar. Imagino ese minuto. No termina de acabar.    

6. Extraño la ciudad y las cosas que nunca he tenido de verdad. Para eso sirve viajar. Para volver a casa. Quiero mi cama. Y los libros que preste que no me atreveré a pedir. Quiero su sombra. Y volverlos a perder. También quisiera no dejar Monterrey. Aunque a veces me desesperen las cosas literarias por las que llegué aquí. Aún del miedo. Y de no encontrar lo que siempre busco, perder, de todos modos, lo que nunca ha sido mío. Volver a casa.   

Publicado en el n°52 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro.

jueves, 7 de julio de 2011

Kafka en la ventana

1. En 1910, Kafka escribe en su diario: “Y esas mañanas, uno mira por la ventana, aparta el sillón de la cama y se sienta a tomar café. Y esas noches uno se apoya el brazo y se coge la oreja con la mano, ¡Ojalá eso no fuera todo! Ojalá uno adquiriera al menos  unas pocas costumbres nuevas como las que cada día se ven aquí por la calle”. Entre el sillón y la ventana, nos tocamos una oreja. Tomamos café y la gente pasa. Los minutos, las horas, los días; delante de nosotros un cristal. Nadie dice nada. Somos Kafka viendo en la ventana. Me dan ganas de romper las ventanas; quemar las cortinas, tirar las persianas; no volverme a tocar la oreja nunca. En vez de salir y romperlo todo, sólo muevo el sillón. 

2. La vida no cabe en las ventanas. Ni en ésta donde escribo ni en las que dan a la calle. Tras ellas se muestra una realidad que sólo vemos. La mayor parte del tiempo imaginamos vidas a partir de gestos inconexos, una mirada que se va y un cuerpo que se queda. Supongo que por eso se mira tras ellas con cierta nostalgia, como esos cuadros de Edward Hopper donde los personajes habitan con ausencia el interior, y  miran hacia fuera con la resignación del impedimento. Estar adentro y querer estar afuera; estar afuera y querer estar adentro: un desfase de escenarios. La vida, casi siempre, sucede como impedimento.

3. La misma sensación de siempre: estar en un mostrador de cualquier tienda, esperas, llega tu turno; te olvidas de  lo que ibas a pedir; no dices nada. Tanto esperar para que al final no sepas que pedir. “Soy un mostrador con frascos vacíos”, decía Bernardo Soares en su Libro del desasosiego. Una nada que olvida otra nada: la vida también es un mostrador con frascos vacíos.

4. La espera es un tiempo muerto, pero eso ya lo sabíamos. Un paréntesis mejor: esperamos en el banco, en el hospital, mientras llegan los otros. Un paréntesis que no dice mucho, solo glosa.  Esperamos mientras sucede la vida. “Esperar, dice David Miklos en La vida triestina, siempre esperar”. Un paréntesis al que todo le queda lejos; que se consume en sí mismo. Nadie me dijo que mi vida se iba a convertir en un anecdotario de paréntesis sin fin.

5. Siempre hay otro lado, también en los paréntesis; hay algunos que se consumen alegremente, que siempre son más bonitos que lo que describen por arriba, como los de Monterroso en su Libro de E., paréntesis que van cobrando, sutilmente, más importancia que los hechos narrados: salas vacías que se llenan con uno mismo. Pablo Fernández Christllieb dice que la espera es lo más transparente que tenemos: transparencias que duelen porque dejan ver demás, pero en ellas, casi siempre se ve algo, o más bien, algo se siente. No importa que, se hojee la revista, se vean los rostros de los que acompañan en la sala, se escuche una canción desde el iPod: la espera, como el de Virginia Woolf, es un cuarto propio. 

Publicado en el n°51 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas, de Querétaro