martes, 22 de noviembre de 2011

Salir de casa (o los museos como mentira)


1. Duchamp por enésima vez
Uno se acuerda de las cosas que nos justifican. De mis lecturas sólo recuerdo aquellos fragmentos que reafirman mis vicios de siempre. Estuve leyendo Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabane (en la bonita y austera y edición de alias), y de todas las respuestas que va soltando ligeramente a lo largo del libro, sólo recuerdo aquellas dónde el francés muestra su desinterés por el mundo del arte. Sobre todo cuando dice que, casi nunca va a los museos. Contra la imagen del hombre que lo quiere saber todo, la imagen de Duchamp, como dice Enrique Vila-Matas, se inscribe en la tradición bartlebytiana de aquellos que prefieren no hacerlo.

Yo que preferiría no hacer tantas cosas, apenas me consuelo no yendo a los museos. Uno, por el tiempo que ya no tengo. Dos, porque soy presa de los textos; prefiero hojear los catálogos de las exposiciones o leer sobre las obras a perder mi fin de semana con gente que no conozco. Tres, porque casi todo está en internet. Cuatro, por esta falsa perorata que hago para justificar mi desidia:
Hay en los museos un cierto tufo de cristal. Dentro de ellos, algo siempre parece a punto de romperse. Camino casi de puntitas. La voz se me vuelve un susurro. Manita en el mentón y la postura más erguida. Como si los museos tuvieran un impedimento de nacimiento que nos hace sentir siempre incómodos. En ellos uno se siente observado, algunas veces por los custodios de las obras, otras tantas por las cámaras de seguridad. En ocasiones, la mirada inquisidora viene de las mismas paredes del museo; cuando hice mi servicio social en el MUAC, una trabajadora decía que todos los días sentía que el edificio juzgaba lo que hacía. No sólo ella. La gente en los museos tiene cara de cartón; o de exquisitos al borde de un colapso por tanta epifanía. En fin, un fastidio.

2. El cuerpo es una casa
El artista mexicano Rafel Lozano-Hemmer se ha valido de la tecnología para generar experiencias estéticas más allá del confort de los museos. Sus obras son una revalidación del espacio público, en ellas el espectador termina siendo, muchas veces, el protagonista de la obra. Under the scan (2005-2006) es su proyecto que más me entusiasma. Fue realizado en varios poblados de Inglaterra. Realizó mil videos donde los lugareños eran grabados haciendo lo que quisieran. Los videos se proyectaban aleatoriamente en una plazuela pública, la cual estaba completamente alumbrada por grandes reflectores. La luz impedía que se pudieran ver los videos. Cuando la gente cruzaba la plazuela, su sombra hacía posible ver los videos. Había cámaras que seguían  a los paseantes para poner los videos en su camino. Cuando se perdía el interés y el espectador se iba, el retrato se desvanecía. Cada siete minutos era revelado el mecanismo de funcionamiento de la obra. Luego de esto, volvía a comenzar.

Encontrarnos, con la gente; de eso trata la obra de Lozano-Hemmer. De eso va la vida también. La ciudad como escenario. Cuando salimos de casa, la vida puede volver a suceder. Robert Louis  Stevenson escribió que El cuerpo es una casa con muchas ventanas: en ella nos sentamos todos, mostrándonos y llamando a gritos  a los transeúntes para que vengan y nos quieran”. Hay encuentros intrascendentales, hay otros, más infrecuentes, que nos cambian la vida. Somos a partir de los demás, ellos también son a partir de nosotros. Descubrir un video proyectado en el suelo para darse cuenta que la vida, con todo y sus encuentros fortuitos, acaso por ellos, es la experiencia estética más intensa. 

***

Aparecido en el n°2 de Radiador  y en el n° 71 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de  Armas de Querétaro.


jueves, 10 de noviembre de 2011

Anatomía de los oficinistas

Desde hace varias semanas no escucho bien del oído derecho. Con JM, cuando caminamos, me pongo a su izquierda para poder escucharla bien. Ella dice que debería revisarme el oído, yo le digo que sí; al final termino sin hacer nada. El otro día, sin que se lo pidiera, se cambió del lado derecho a mi lado izquierdo, cuando nos dimos cuenta hasta qué punto nos hemos acostumbrado a mi parcial sordera, reímos. Luego me espanté un poquito, por el tiempo acumulado sin mi oído derecho; al final se me olvido. Uno se acostumbra a todo. A lo mejor nunca vuelvo a escuchar bien. Le voy viendo las ventajas, a veces completo las frases de las conversaciones cercanas, me imagino mejores temas a los de siempre. El otra vez, según yo, tres mujeres hablaban del origen del mundo visto a través de una revista de chismes.
A la hora de comer, me encuentro con demasiados oficinistas. Van de tres en tres; de cuatro en cuatro. Ocupan casi siempre toda la acera. Casi nunca van solos, he visto pocas parejitas. Siempre van muy lento. Ese ritmo suyo no deja de parecerme fascinante, yo que aun sin tener nada que hacer, llevo prisa siempre. Se ve que no quieren regresar al trabajo, de todos modos van contentos. He tratado de llegar temprano a la Fundación para corroborar que su actitud no es la misma por las mañanas. No he podido.

Cuando van puros hombres, son más bien burdos y baratos. Dicen cosas a las estudiantes de la escuela Bancaria. Entre ellos son nefastos: hablan fuerte, apestan a colonia, comen con la boca abierta. El otro día, en la taquería, dos de ellos no se despegaban de la salsa. No dejaban que la gente se sirviera bien. Estorbaban. A uno le di un codazo disimulado para quitarlo de ahí. Me serví salsa. Se me quedó viendo feo.

Los oficinistas todavía fuman después de comer: me contaba JM, que a un amigo suyo le escupieron en la facultad por estar fumando. No puedo con esa manía de la salud, me desesperan los ecologistas –esos feligreses del credo en moda. Yo, que nunca he sido un deportista, siento empatía por los fumadores. El escritor y editor José María Espinasa dice que, cada vez que ve una cajetilla con el leia de: “Fumar te mata lentamente”, le dan gajas de fumar más; nadie se quiere morir rápidamente, dice él.

A veces, JM, viene a comer conmigo. Cuando eso pasa, somos oficinistas sin oficina. La gente se parece mientras come. Platicamos de los pendientes, de tal o cual cosa, tal o cual tema. Acostumbrado a ver a la gente, me gusta cuando sólo me concentro en lo nuestro. Me imagino que un yo imaginario que no está con JM, completa frases de nuestras conversaciones. Ella fuma después de comer, yo me tomo un expresso. Al final damos una larga caminata para bajar un poco la comida.

Nunca he usado un traje, tampoco una corbata. Pero a veces creo que lo realmente necesario en mi vida es un trabajo de oficina. No se necesita una academia de artes para ser creativo. Siempre tendremos a Kafka y a Julio Ramón Ribeyro para darnos cuenta que la literatura se hace donde sea. Debería intentar ser un Gombrowicz de la colonia del Valle. A lo mejor he visto demasiados capítulos de The Office, pero me caen bien los oficinistas. Contra el prejuicio de los trabajadores alienados me gusta contraponer la forma en que toda la gente se apropia de los lugares donde se desarrolla. Sea una empresa, o una casa llena de escritores. No hay nada más revolucionario que una comida que se pasa del tiempo permitido.

Publicado en el n°69 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro. 

viernes, 4 de noviembre de 2011

Un libro tendido (mística espiritual de la de desidia)

Daniel me invitó a colaborar con una columna en su nuevo proyecto literario: Radiador . Un fanzine digital que tratará de salir puntualmente cada mes. Cada número será temático y con una previa convocatoria para que pueda publicar quien sea. El número del mes pasado trató sobre la poesía y el misticismo. Yo no sé si lo que escribí tenga alguna relación con la temática. Nadie me dijo que no. El texto quedó así:  

***
Para que no me reprocharan el haber metido una sola prenda en la lavadora, colgué ropa limpia en los tendederos de mi casa. No sé por qué, ese gesto, a parte de ridículo, me hizo sentir un poquito de tristeza por la manera en que vamos haciendo cosas para estar en paz con los demás. Tiempo después, ya cuando la camisa lavada estaba seca, me di cuenta que ésta, por mucho, se veía más vieja que las falsas camisas sucias. Una vieja camisa que me pongo todo el tiempo para sentirme seguro ante los demás. Eso hacemos siempre, aferrarnos a lo mismo para no tener que sentir vulnerabilidad ante lo nuevo.

Cuando subo a la azotea me gusta recordar las instrucciones que Marcel Duchamp, envió como regalo de bodas a una de sus hermanas: colgar un libro de geometría en el balcón del apartamento. De esta forma, el viento podría “(...) elegir sus problemas, pasar las páginas, e incluso arrancarlas”. Que la vida se resuelve sola, me repito como mantra algunas veces.

Lo nuevo, parece gritar el mundo, siempre lo nuevo; el filósofo alemán Boris Groys, argumenta que podríamos decir qué cosas son inherentes a la novedad, lo que no podríamos hacer nunca, es dar una receta para que lo nuevo perdure. Todo es una moneda al aire. Al final, como la camisa desteñida (mi camisa), terminamos gastando incesantemente las cosas que nos gustan. Sin saber por qué, nos vamos haciendo esclavos de lo mismo.

Cuando las cosas importan, siempre son elhas las que nos inician. Francis Alÿs, dice que no presiona mucho durante el proceso creativo de sus obras, si las cosas se complican, comienza a realizar una pieza nueva. En esa confesión del artista belga, se puede traslucir toda una ética del fracaso: dejar las cosas, volver a comenzar, saber reconocer la sucesión adecuada de las cosas que vienen, cambiar de página; quitarle peso a la voluntad, creer más en las cosas y en su devenir propio. Casi todo depende de otro tiempo, de alguna fuerza menos nuestra y más de lo desconocido. El amor, decía Joseph Brodsky, siempre es más grande que nosotros. No sólo el amor, la vida en general siempre es más grande que nosotros.

Borges siempre quiso ser un poeta místico. No es una exageración, su literatura surge a partir de la búsqueda de esa revelación, de esa posibilidad de acceder al secreto de la vida y de las cosas. En su ensayo sobre La Muralla China, Borges escribe que, la experiencia estética es: “(...) la inminencia de una revelación, que no se produce (...)”. No encontraremos nunca la revelación esperada, pero acaso en su imposibilidad, la experiencia estética nos haga dar cuenta que nada está dicho de una vez y para siempre. Como una grieta en los muros, el arte nos hace sentir que la vida, puede hacerse siempre, una vez más, y otra, y de todos modos, seguir incompleta.

Haría falta, en vez de apelar a la voluntad, esbozar una teoría falible sobre lo inevitable. No decidir, seguir simplemente. Dejar que el viento arranque las hojas, solucione la vida, nos traiga nuevo problemas. Buscar más que la revelación, la sensación de lo que vendrá: un eterno suspenso que no se resuelve.