1. Duchamp por enésima vez
Uno
se acuerda de las cosas que nos justifican. De mis lecturas sólo recuerdo
aquellos fragmentos que reafirman mis vicios de siempre. Estuve leyendo Conversaciones con Marcel Duchamp, de
Pierre Cabane (en la bonita y austera y edición de alias), y de todas las respuestas que va soltando ligeramente a lo
largo del libro, sólo recuerdo aquellas dónde el francés muestra su desinterés
por el mundo del arte. Sobre todo cuando dice que, casi nunca va a los museos. Contra
la imagen del hombre que lo quiere saber todo, la imagen de Duchamp, como dice
Enrique Vila-Matas, se inscribe en la tradición bartlebytiana de aquellos que
prefieren no hacerlo.
Yo
que preferiría no hacer tantas cosas, apenas me consuelo no yendo a los museos.
Uno, por el tiempo que ya no tengo. Dos, porque soy presa de los textos;
prefiero hojear los catálogos de las exposiciones o leer sobre las obras a
perder mi fin de semana con gente que no conozco. Tres, porque casi todo está
en internet. Cuatro, por esta falsa perorata que hago para justificar mi
desidia:
Hay
en los museos un cierto tufo de cristal. Dentro de ellos, algo siempre parece a
punto de romperse. Camino casi de puntitas. La voz se me vuelve un susurro.
Manita en el mentón y la postura más erguida. Como si los museos tuvieran un
impedimento de nacimiento que nos hace sentir siempre incómodos. En ellos uno se
siente observado, algunas veces por los custodios de las obras, otras tantas
por las cámaras de seguridad. En ocasiones, la mirada inquisidora viene de las
mismas paredes del museo; cuando hice mi servicio social en el MUAC, una
trabajadora decía que todos los días sentía que el edificio juzgaba lo que
hacía. No sólo ella. La gente en los museos tiene cara de cartón; o de
exquisitos al borde de un colapso por tanta epifanía. En fin, un fastidio.
2. El cuerpo es una casa
El
artista mexicano Rafel Lozano-Hemmer se ha valido de la tecnología para generar
experiencias estéticas más allá del confort de los museos. Sus obras son una
revalidación del espacio público, en ellas el espectador termina siendo, muchas
veces, el protagonista de la obra. Under
the scan (2005-2006) es su proyecto que más me entusiasma. Fue realizado en
varios poblados de Inglaterra. Realizó mil videos donde los lugareños eran
grabados haciendo lo que quisieran. Los videos se proyectaban aleatoriamente en
una plazuela pública, la cual estaba completamente alumbrada por grandes
reflectores. La luz impedía que se pudieran ver los videos. Cuando la gente
cruzaba la plazuela, su sombra hacía posible ver los videos. Había cámaras que
seguían a los paseantes para poner los
videos en su camino. Cuando se perdía el interés y el espectador se iba, el
retrato se desvanecía. Cada siete minutos era revelado el mecanismo de
funcionamiento de la obra. Luego de esto, volvía a comenzar.
Encontrarnos,
con la gente; de eso trata la obra de Lozano-Hemmer. De eso va la vida también.
La ciudad como escenario. Cuando salimos de casa, la vida puede volver a
suceder. Robert Louis Stevenson escribió
que “El cuerpo es una casa con muchas
ventanas: en ella nos sentamos todos, mostrándonos y llamando a gritos a los transeúntes para que vengan y nos
quieran”. Hay encuentros
intrascendentales, hay otros, más infrecuentes, que nos cambian la vida. Somos
a partir de los demás, ellos también son a partir de nosotros. Descubrir un
video proyectado en el suelo para darse cuenta que la vida, con todo y sus
encuentros fortuitos, acaso por ellos, es la experiencia estética más intensa.
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Aparecido en el n°2 de Radiador y en el n° 71 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.