martes, 7 de agosto de 2012

Fracasar

Dice Richard Sennett que después de escribir El declive del hombre público sintió que ya no tenía más que decir. A partir de eso se puso a escribir novelas. Muy malas, según él. Desde hace algunos años ha vuelto a escribir ensayos. También dice, en la misma entrevista, que hay que intentar perder el miedo al fracaso, aprender carpintería. Volver a lo nuevo. Dice, además, que la gente cree que es mejor regresar a lo conocido que emprender un camino distinto y que de una vez y para siempre deberíamos olvidarnos de los trabajos de tiempo completo. Justo eso. No esperar la quincena nunca más ni la mensualidad.    
   

miércoles, 1 de agosto de 2012

Nadar

Me encontré, de nuevo, a Federico Bianchini. Esta vez no escribió sobre Fogwill. Tampoco sobre la chica que nada, sin una pierna, en aguas a temperaturas bajo cero. Ahora, es un decir, escribió sobre el juez argentino Eugenio Raúl Zaffaroni. No conocía al juez, por supuesto, pero me dieron ganas de nadar. En algún punto del texto aparece esto:  

—La gente se sorprende —dice el bañero sin dejar de mirarlo—. Es uno de los pocos que se queda tanto tiempo yendo y viniendo, yendo y viniendo. Una vez incluso alguien me ha dicho: “Ese tipo no para nunca”
También esto:

Foto de Alfredo Srur


El juez aprendió a nadar a los 53 años.
Resumo.
Me dieron ganas de nadar. No detenerme nunca.

miércoles, 18 de julio de 2012

Thomas Bernhard

Thomas Bernhard, en el Akademietheater, en Viena en 1976 / HULTON ARCHIVE (GETTY)

miércoles, 16 de mayo de 2012

Los años con Laura Díaz

De un momento a otro empezamos a ver, intempestivamente, lo que antes parecía no existir. Cuando iba en la preparatoria, por ejemplo, descubrí todos los libros que había en el estudio de la casa. Durante dieciséis años ignoré un cuarto lleno de libros. A partir de eso comencé a leer con voracidad, con desesperación. Ahí encontré un ejemplar de Los años con Laura Díaz de Carlos Fuentes. Su título me sonó a radiografía personal. Corrijo. Su titulo era una radiografía personal de mis años de entonces. No pude leerla. Leí otras cosas de él, no esa novela de la que no se dijo nada en las notas necrológicas sobre su muerte. Es una novela que parece no existir. Una especie de libro fantasma. Me pasé la preparatoria viendo su portada, imaginándome una historia que no contaba: la mía, la de esos años. En ese libro invisible caben mis recuerdos, el ímpetu con que me sumergía en las cosas que me parecían nuevas, la vida que olvidé. Nunca más estaré con Laura Díaz. No importa. A lo mejor todos necesitamos de una novela fantasma, de un texto sin historia que nos permita imaginar las palabras y los recuerdos que no podemos decir. Los libros de Fuentes dejaron de interesarme, pero siempre disfrute escucharlo, leer sus columnas, saber que había escrito mi novela fantasma. Aún creo que él se veía, que siempre se verá, más joven que yo.

martes, 8 de mayo de 2012

Ingeniería de lo mínimo


De niño no podía asimilar que los días comenzaran en la oscuridad. Me acuerdo de cuando un primo mayor me dijo que los días iniciaban a las doce de la noche. Se me hizo absurdo. La mañana, mi única forma mental de futuro, no podía ser la simple continuidad de un ciclo. Debía ser un comienzo radical. No una prolongación sino más bien un inicio sin adjetivos. Ya no recuerdo que hice con mi incredulidad. No quería darme por vencido. La vida no podía ser tan tonta como para darme un comienzo cuando estaba dormido. Al final, sin darme cuenta, la noche, esa forma liminar que segrega a los niños, pasó de ser el final del día a la antesala del comienzo. Los mayores me vencieron. Yo quería que la vida comenzara conmigo. Pero llegué tarde. Siempre llegamos tarde a todo.
Los días deberían comenzar cuando uno despierta, ni antes ni después, deberían quedarse suspendidos mientras estamos de baja por el mundo.
De un momento a otro las certezas van siendo quebradas por cuentos más o menos idiotas que los propios. Un día los miedos que no nos dejaban dormir comienzan a ser cosas diferentes. Las siluetas nocturnas que se movían en el clóset se convierten en la ropa que no esta bien acomodada. Los ruidos extraños que no dejan ir a la sala pasan a ser la madera de los muebles que se contrae. Toda mi niñez dormí viendo hacia la pared para que las siluetas del clóset y los ruidos de abajo no me asustaran. Evadir el miedo era tan fácil como ver hacia otro lado.

No me interesa aquello que tiene apellido fantástico. No creo en el voluntarismo de la invención, en su falso paternalismo con la realidad, como si la vida estuviera, ya, terminada de ante mano, como si las palabras y los conceptos no fueran cajas vacías como decía Wittgenstein. Como si todo fuera lo que unos quieren que sea. Me intriga más la falsa imagen que dan las cosas, el velo ficticio con el que suelen engañarnos. Más que bestiarios fantásticos, la mirada entomológica con la que Jules Michelet hace una historia travestida y ficcional de los insectos, no un tipo que termina clasificando de la manera más inocua, sino que disecciona y clasifica de una manera absurda, genial. Entomólogos como George Perec quien en vez de ver insectos se puso a ver “lo que pasa cuando no sucede nada”. O como Augusto Monterroso en “Las moscas”. O Fabio Morábito quien en Caja de herramientas, en vez de escribir sobre arácnidos,  disecciona y analiza clavos y tornillos. No hay anatomía más perfecta que la escrita por José Alvarado de las escaleras.

Juan Villoro dice que entre los niños un año de diferencia no es sólo una cifra, sino trescientas sesenta y cinco aventura de más. En ese sentido, me interesa la literatura que regresa a lo pequeño, que actualiza el valor de los objetos, que nos hace recordar que no hay bestia más incontrolable, como nos hizo notar Joyce, que un día.
Publicado en el número siete de [Radiador].

viernes, 13 de abril de 2012

Un bostezo sobre twitter

No tengo twitter. No sé si algún día tendré una cuenta. No podría afirmar que me disgusta. Me da más o menos lo mismo. A veces, para evadir cualquier discusión, digo que no me registro en la famosa red social por temor a quedarme inmerso en sus fauces virtuales, a ser un adicto que escribe en ciento cuarenta caracteres por minuto. Aunque a decir verdad, me importa poco. De vez en cuenta husmeo las cuentas de algunas personas que me interesan. Es perfecto que no necesites registrarte para ver como avanza ese río de falsas nimiedades, de momentos que se acumulan y se van tirando los unos a los otros. No es que ignore el mundo del tuit; no se puede. Leo en los periódicos que los tuiteros tal, que los tuiteros esto, que se avisan del alcoholímetro, que Anahí es la mexicana con más seguidores, que la vida se está reinventando y que es muy idiota quien no lo esté siguiendo minuto por minuto. Se me hace genial que la vida quepa en una caja de zapatos, que alguien diga que se lava los dientes aunque no le esté haciendo en realidad, que la vida sea breve y se olvide a cada rato.
La gente es visceral cuando se trata de lo nuevo: te gusta o no, estás adentro o estás afuera. Como si no existieran los puntos medios. Te exigen la respuesta que quieren oír para vanagloriarse de su buen criterio, de la manera genial en que evaden el sistema. Para ellos, el sujeto es la mente creadora que lo da todo para inventar el mundo, en ellos sólo existen los autores. No entienden cuando Duchamp dice que la pintura está en los ojos del espectador, no toleran cuando Borges dice que un clásico es lo que la gente lee como un clásico. No comprenden que twitter es lo de menos, que lo genial es cuando alguien hace de eso un medio excepcional, cuando no se cuantos jóvenes egipcios se comunican por ahí cuando se han caído las redes telefónicas, cuando algunos utilizan, cual Perecs virtuales, las limitantes como posibilidades creativas, cuando lo de menos es lo de más.  

Claudio Magris dice que cualquier anotación, ya sea el nombre de una calle o la de una casualidad ocurrida durante un viaje, surge a partir del miedo a olvidar, a perder la vida al segundo siguiente. Somos maquinas fallidas que olvidamos lo que desearíamos guardar, que acumulamos recuerdos mientras vamos tirando otros tantos. Escribir sería, entonces, el gesto caduco que representa nuestro fracaso de ante mano. No podemos detenernos y la vida se nos deshace entre las manos: escribimos para no olvidar, aunque terminamos desperdiciando la vida por pensar en el segundo siguiente, en cómo lo vamos a contar.

He visto a los críticos más beligerantes del twitter, uno a uno, volverse presas de la futilidad que pensaron evitar. Al final, todos, vamos cometiendo los mismos errores sin darnos cuenta.

Se ha vuelto un lugar común decir qué es el arte, se ha vuelto otro lugar común clasificarlo todo, hacer la receta ficticia que nunca nos da los mismos resultados. Esto es un cuadro. Esto es literatura. Esto no. Clasificamos ante el miedo a lo desconocido. Como en ese cuento de Juan José Arreola donde una comunidad hormigas, buscando su comida, encuentra un prodigioso miligramo. Después de eso, en vez de seguir recolectando sus alimentos, se dedican a buscar miligramos similares hasta que, cegados por la búsqueda infructuosa, mueren de hambre. Habría que pensar en el arte como ese prodigioso miligramo: algo que surge por casualidad de entre las cosas de todos los días; algo que necesita de nuestra mirada para ser prodigioso en realidad. Habría que, seamos extremistas, olvidarnos de todos los artistas de la historia.  

Publicado en el número seis de [Radiador]

jueves, 8 de marzo de 2012

Historia de la naturaleza


Me propones, ventana extraña, que esté a la espera.
Rainer Maria Rilke

Los muros no dejan ver. Enmarcan, limitan, lo cierran todo. Las ciudades se van convirtiendo en muros que dan hacia otros muros, edificios que se sobreponen unos a otros. La ciudad entera parece un edificio que no da a ningún lado. La ventana sobre el escritorio de mi cuarto tampoco da a ninguna parte. Tras ella sólo se ve una pared inmensa cubierta por una enredadera. Por la ventana de Bartleby el escribiente, también se veía un muro. Pero él, mientras se negaba a realizar todas las cosas que le pedía su jefe, se pasaba todo el día mirando tras de ella. Yo no tengo aplomo de Bartleby: hago lo que me piden aunque siempre preferiría no hacerlo. Las pocas veces que he intentado mirar tras mi ventana, me desespero, como si la vida fuera a una velocidad que siempre me supera y el solo hecho de estar ahí me hiciera quedar rezagado. Estúpida juventud. A esta edad, dicen todos, la vida apenas comienza. En sus diarios juveniles, Alejandra Pizarnik escribió: “Me dicen tienes el futuro por delante, pero yo miro y no veo nada”. Yo tampoco veo mucho y toda la culpa se la echo a la enredadera.

Una ventana frente al escritorio. Un hueco en la pared. Un muro. Una enredadera y arriba el pedazo de cielo que no enmarca nada. Una ciudad que no se ve. Entre el muro y yo, un pedazo de vidrio, cortinas.

El jardín es un mar de tierra con puntos verdes que crecen desperdigadamente. Nunca se ha dado el pasto por completo. Lo intentamos varias veces. Compramos tapetes de pasto que nunca terminaron de afianzar. Era divertido desenrollarlos. Hubo también sacos y sacos de tierra fértil; esa tierra negra que siempre está húmeda: tampoco pasó nada. Alguna vez vino un jardinero e intentó germinar semillas. Todos los días mí hermano y yo, antes de regar la tierra, revisábamos a ver si había crecido algo durante la noche. Recuerdo cuando hubo brotes tenues; la sonrisa que nos dejaron aquellos puntitos verdes en el fondo negro de la tierra. Tampoco llegaron a ser pasto. Hubo con el tiempo, brotes de hierba rala. Mi mamá fue trayendo plantas que, de vez en cuando, se alzan con flores. No ha sido un verdadero jardín, pero todos le llamamos así. Sólo recibe directamente la luz del sol a medio día. Lo regamos cada tres días.
        Lo que siempre ha crecido es la enredadera. Cuando alcanzó la totalidad del muro quisimos contenerla. Sólo una vez la podamos completamente. La vecina de atrás se  quejó de la humedad que la planta producía en su casa. Un día entre mi papá, mi hermano y yo, la cortamos. No fue fácil. Las manos se quedaron deshechas luego de utilizar por varias horas las herramientas de jardinería. Cuando despejamos el ramaje, nos dimos cuenta que el muro estaba completamente seco. Toda el agua estaba contenida en las ramas. No había humedad en los muros. El jardín sin pasto se llenó de hojas y ramas destrozadas. Habíamos matado a la enredadera. Tardó algunos meses en volver a cubrir todo el muro, volvió a crecer con la misma intensidad y con un verde más fuerte. Quedó el recuerdo del muro muerto, la sombra gris de aquellos días sin hojas de enredadera. A veces pienso que nunca la podamos y crece hasta que la casa se cubre de tantas hojas que termina por desaparecer.

Las enredaderas son invasivas. En algún punto de su historia evolutiva, un error marcó su diferencia: en vez de buscar un cuerpo, como tallo o tronco, se deshicieron en ramajes que van trepando las superficies. No se pueden mantener erguidas, su cuerpo es todas las ramas.  Buscan la luz, absorben el agua, crecen. Se expanden. En un cuento de Guadalupe Nettel, uno de los personajes se da cuenta que es un cactus, mientras que su esposa es una enredadera. Él no quiere tener hijos. Ella sí. Están enamorados. Los cactus crecen hacia dentro, se recubren de espinas para no perder el agua que acumulan. Las enredaderas buscan la expansión como forma de supervivencia. Una enredadera no puede crecer rodeando un cactus. El cuento se llama Bonsái. Al final la pareja decide separarse. Todo es invasivo, incluso los cactus.

Algunas ciudades se expanden devorándolo todo, van proliferando en los espacios menos esperados. Se desbordan. Otras crecen hacia dentro, conteniéndose mientras los muros se enciman entre ellos hasta perder el suelo. Todas necesitan crecer para seguir viviendo.

Quizá mi ventana tenga una función más discreta a la que ofrece el plano vertiginoso de una calle transitada, o la de un pretencioso descampado que sólo da a sí mismo. En una foto de Wolfgang Tillmans, tomada desde el balcón de un departamento, se enfoca una rama que sostiene un fruto. Una naranja, creo. El fruto lleva adherida una breve nota que dice: “Please, leave  this one”. Detrás de la rama y el fruto se ve la ciudad desenfocada. Tal vez la enredadera no obstruya la vista, y más bien la simplifique, como la foto de Tillmans que no ve las casas sino que centra el foco en la rama y el fruto. Incluso la foto ignora el pequeño mensaje adherido al tallo, como si la realidad humana fuera una ligera intromisión. La enredadera es un escenario simple donde sucede la vida: el laberinto de las hojas, los nidos de pájaros, los insectos que no conozco. Un pequeño nuevo mundo que vive en la velocidad de las cosas que no tienen prisa. Un tiempo distinto del nuestro. Al final pienso que la vida, los años,  los días,  no se verían tan intimidantes si sólo pensara en este momento. “No hay nada más difícil que habitar el presente”, escribió Henri Bergson; quizá por esa imposibilidad de habitar lo inaprensible: lo que sucede mientras sentimos. Veo la enredadera y pienso: Please, leave this one.

Publicado en n° 251 de la  revista Este País.

miércoles, 4 de enero de 2012

Escuchar el susurro

Siempre que alguien me habla de política no dejo de sentir el tono de regaño, de moralismo barato, por no preocuparme demasiado ante los sucesos de actualidad. Cómo si la vida no hubiera estado al borde de colapso hace un siglo. Hace dos. Todo el tiempo. Pereciera que pedir a los demás la rectitud que uno nunca tendrá da puntos en alguna escala  de conciencia social: yo si me preocupo, yo si leo, yo te dije. Nos pasamos pensando que el activismo es más efectivo en la retórica que en la práctica. Aconsejar todo el tiempo para desoír las propias palabras a la menor provocación. La gente no cambia. Quizás sí. Los que no cambian son aquellos que creen que la personalidad  es una bolsa a la que echamos los adjetivos que más nos gustan; las estampitas que sirven para presumir las hazañas que por tanto predicar, nunca realizaremos.

Hace algunos meses Enrique Vila-Matas se enfrasco en un aparente debate con algunos ultras de los autodenominados “indignados”. Todo por un texto donde el escritor criticaba la superficialidad de los argumentos, los libros y las herramientas virtuales que los jóvenes utilizaban como base en su reclamo.  El texto se llamaba Empobrecimiento, y aunque el autor, a veces, parecía estar escribiendo más un regaño que un texto (“En la Spanishrevolution se ha visto cómo los tuits son un atentado contra la complejidad del mundo que pretenden leer.”), señaló con precisión la manera en que vamos dejando la fuerza en tareas que parecen demasiado importantes, y que muy pronto se olvidarán. De todas las palabras se me quedaron, sobre todo, aquellas que pertenecían a  Wallace Stevens y que Vila-Matas recuperaba: "Hasta que finalmente el susurro no le interesa a nadie". Tan concentrados en el grito, tan olvidados de la arquitectura tenue del susurro.

Hay algo de injusto en pedir clases de  comportamiento ético a los libros. Petición proclamada, muchas veces, por aquellos que los consumen y los escriben, aunque publicitada, otras tantas, por las personas que los venden o que nunca los leen. ¿Por qué la literatura debería ayudarnos a ser mejores personas? ¿Por qué si un libro no habla explícitamente del momento actual, es solipsista? Escribir sobre la violencia no es un pronunciamiento activista, es, tan sólo eso, escribir sobre la violencia. Como si aquel que no leyera un libro sobre la muerte y el narcotráfico, no sintiera el dolor de perder a un ser querido. Pedimos a los libros lo que nunca podrán dar: que solventen nuestras faltas, nuestros vacíos.

Las mismas palabras en bocas distintas, el mismo contenido, el mismo espanto: reiteración tras reiteración y a nadie le importa ya el susurro. No estamos en el mejor de los tiempos. Nunca ha sido el mejor de los tiempos. A mí también me aterroriza pensar que puedo ser el daño colateral de algún enfrentamiento entre militares y sicarios. Pero ya de niño me daba miedo que mis padres no llegaran a casa. En ese entonces no conocía la palabra sicario. El miedo era el mismo. Todo se puede terminar a cada momento. Es la regla que nadie pidió, que nunca estará en nuestras manos. El poeta norteamericano Robert Creeley, ha escrito que lo mejor que podemos hacer es “advertir particularidades”; escribir para sentir lo que usualmente no se ve, para darle tiempo a lo pequeño. Y eso no sólo lo hacen los lectores, lo hace también todo aquel que, después de hacer algo que lo deja infinitamente feliz, se da cuenta que ojalá y la vida durara, apenas, ese momento perdido. Ese pequeño e infinito susurro que no se repetirá jamás. 

Aparecido en el número tres de [Radiador]