miércoles, 4 de enero de 2012

Escuchar el susurro

Siempre que alguien me habla de política no dejo de sentir el tono de regaño, de moralismo barato, por no preocuparme demasiado ante los sucesos de actualidad. Cómo si la vida no hubiera estado al borde de colapso hace un siglo. Hace dos. Todo el tiempo. Pereciera que pedir a los demás la rectitud que uno nunca tendrá da puntos en alguna escala  de conciencia social: yo si me preocupo, yo si leo, yo te dije. Nos pasamos pensando que el activismo es más efectivo en la retórica que en la práctica. Aconsejar todo el tiempo para desoír las propias palabras a la menor provocación. La gente no cambia. Quizás sí. Los que no cambian son aquellos que creen que la personalidad  es una bolsa a la que echamos los adjetivos que más nos gustan; las estampitas que sirven para presumir las hazañas que por tanto predicar, nunca realizaremos.

Hace algunos meses Enrique Vila-Matas se enfrasco en un aparente debate con algunos ultras de los autodenominados “indignados”. Todo por un texto donde el escritor criticaba la superficialidad de los argumentos, los libros y las herramientas virtuales que los jóvenes utilizaban como base en su reclamo.  El texto se llamaba Empobrecimiento, y aunque el autor, a veces, parecía estar escribiendo más un regaño que un texto (“En la Spanishrevolution se ha visto cómo los tuits son un atentado contra la complejidad del mundo que pretenden leer.”), señaló con precisión la manera en que vamos dejando la fuerza en tareas que parecen demasiado importantes, y que muy pronto se olvidarán. De todas las palabras se me quedaron, sobre todo, aquellas que pertenecían a  Wallace Stevens y que Vila-Matas recuperaba: "Hasta que finalmente el susurro no le interesa a nadie". Tan concentrados en el grito, tan olvidados de la arquitectura tenue del susurro.

Hay algo de injusto en pedir clases de  comportamiento ético a los libros. Petición proclamada, muchas veces, por aquellos que los consumen y los escriben, aunque publicitada, otras tantas, por las personas que los venden o que nunca los leen. ¿Por qué la literatura debería ayudarnos a ser mejores personas? ¿Por qué si un libro no habla explícitamente del momento actual, es solipsista? Escribir sobre la violencia no es un pronunciamiento activista, es, tan sólo eso, escribir sobre la violencia. Como si aquel que no leyera un libro sobre la muerte y el narcotráfico, no sintiera el dolor de perder a un ser querido. Pedimos a los libros lo que nunca podrán dar: que solventen nuestras faltas, nuestros vacíos.

Las mismas palabras en bocas distintas, el mismo contenido, el mismo espanto: reiteración tras reiteración y a nadie le importa ya el susurro. No estamos en el mejor de los tiempos. Nunca ha sido el mejor de los tiempos. A mí también me aterroriza pensar que puedo ser el daño colateral de algún enfrentamiento entre militares y sicarios. Pero ya de niño me daba miedo que mis padres no llegaran a casa. En ese entonces no conocía la palabra sicario. El miedo era el mismo. Todo se puede terminar a cada momento. Es la regla que nadie pidió, que nunca estará en nuestras manos. El poeta norteamericano Robert Creeley, ha escrito que lo mejor que podemos hacer es “advertir particularidades”; escribir para sentir lo que usualmente no se ve, para darle tiempo a lo pequeño. Y eso no sólo lo hacen los lectores, lo hace también todo aquel que, después de hacer algo que lo deja infinitamente feliz, se da cuenta que ojalá y la vida durara, apenas, ese momento perdido. Ese pequeño e infinito susurro que no se repetirá jamás. 

Aparecido en el número tres de [Radiador]