Me propones, ventana extraña, que esté a la espera.
Rainer Maria Rilke
Los muros no
dejan ver. Enmarcan, limitan, lo cierran todo. Las ciudades se van convirtiendo
en muros que dan hacia otros muros, edificios que se sobreponen unos a otros. La
ciudad entera parece un edificio que no da a ningún lado. La ventana sobre el
escritorio de mi cuarto tampoco da a ninguna parte. Tras ella sólo se ve una
pared inmensa cubierta por una enredadera. Por la ventana de Bartleby el
escribiente, también se veía un muro. Pero él, mientras se negaba a realizar
todas las cosas que le pedía su jefe, se pasaba todo el día mirando tras de
ella. Yo no tengo aplomo de Bartleby: hago lo que me piden aunque siempre
preferiría no hacerlo. Las pocas veces que he intentado mirar tras mi ventana,
me desespero, como si la vida fuera a una velocidad que siempre me supera y el
solo hecho de estar ahí me hiciera quedar rezagado. Estúpida juventud. A esta
edad, dicen todos, la vida apenas comienza. En sus diarios juveniles, Alejandra
Pizarnik escribió: “Me dicen tienes el futuro por delante, pero yo miro y no
veo nada”. Yo tampoco veo mucho y toda la culpa se la echo a la enredadera.
Una ventana frente
al escritorio. Un hueco en la pared. Un muro. Una enredadera y arriba el pedazo
de cielo que no enmarca nada. Una ciudad que no se ve. Entre el muro y yo, un
pedazo de vidrio, cortinas.
El jardín es un
mar de tierra con puntos verdes que crecen desperdigadamente. Nunca se ha dado
el pasto por completo. Lo intentamos varias veces. Compramos tapetes de pasto
que nunca terminaron de afianzar. Era divertido desenrollarlos. Hubo también
sacos y sacos de tierra fértil; esa tierra negra que siempre está húmeda:
tampoco pasó nada. Alguna vez vino un jardinero e intentó germinar semillas. Todos
los días mí hermano y yo, antes de regar la tierra, revisábamos a ver si había
crecido algo durante la noche. Recuerdo cuando hubo brotes tenues; la sonrisa
que nos dejaron aquellos puntitos verdes en el fondo negro de la tierra.
Tampoco llegaron a ser pasto. Hubo con el tiempo, brotes de hierba rala. Mi
mamá fue trayendo plantas que, de vez en cuando, se alzan con flores. No ha
sido un verdadero jardín, pero todos le llamamos así. Sólo recibe directamente
la luz del sol a medio día. Lo regamos cada tres días.
Lo que siempre ha crecido es la
enredadera. Cuando alcanzó la totalidad del muro quisimos contenerla. Sólo una
vez la podamos completamente. La vecina de atrás se quejó de la humedad que la planta producía en
su casa. Un día entre mi papá, mi hermano y yo, la cortamos. No fue fácil. Las
manos se quedaron deshechas luego de utilizar por varias horas las herramientas
de jardinería. Cuando despejamos el ramaje, nos dimos cuenta que el muro estaba
completamente seco. Toda el agua estaba contenida en las ramas. No había
humedad en los muros. El jardín sin pasto se llenó de hojas y ramas
destrozadas. Habíamos matado a la enredadera. Tardó algunos meses en volver a
cubrir todo el muro, volvió a crecer con la misma intensidad y con un verde más
fuerte. Quedó el recuerdo del muro muerto, la sombra gris de aquellos días sin
hojas de enredadera. A veces pienso que nunca la podamos y crece hasta que la
casa se cubre de tantas hojas que termina por desaparecer.
Las enredaderas
son invasivas. En algún punto de su historia evolutiva, un error marcó su
diferencia: en vez de buscar un cuerpo, como tallo o tronco, se deshicieron en
ramajes que van trepando las superficies. No se pueden mantener erguidas, su
cuerpo es todas las ramas. Buscan la
luz, absorben el agua, crecen. Se expanden. En un cuento de Guadalupe Nettel,
uno de los personajes se da cuenta que es un cactus, mientras que su esposa es
una enredadera. Él no quiere tener hijos. Ella sí. Están enamorados. Los cactus
crecen hacia dentro, se recubren de espinas para no perder el agua que
acumulan. Las enredaderas buscan la expansión como forma de supervivencia. Una
enredadera no puede crecer rodeando un cactus. El cuento se llama Bonsái. Al final la pareja decide
separarse. Todo es invasivo, incluso los cactus.
Algunas ciudades
se expanden devorándolo todo, van proliferando en los espacios menos esperados.
Se desbordan. Otras crecen hacia dentro, conteniéndose mientras los muros se
enciman entre ellos hasta perder el suelo. Todas necesitan crecer para seguir
viviendo.
Quizá mi ventana
tenga una función más discreta a la que ofrece el plano vertiginoso de una
calle transitada, o la de un pretencioso descampado que sólo da a sí mismo. En
una foto de Wolfgang Tillmans, tomada desde el balcón de un departamento, se
enfoca una rama que sostiene un fruto. Una naranja, creo. El fruto lleva
adherida una breve nota que dice: “Please, leave this one”. Detrás de la rama y el fruto se ve
la ciudad desenfocada. Tal vez la enredadera no obstruya la vista, y más bien
la simplifique, como la foto de Tillmans que no ve las casas sino que centra el
foco en la rama y el fruto. Incluso la foto ignora el pequeño mensaje adherido
al tallo, como si la realidad humana fuera una ligera intromisión. La
enredadera es un escenario simple donde sucede la vida: el laberinto de las
hojas, los nidos de pájaros, los insectos que no conozco. Un pequeño nuevo
mundo que vive en la velocidad de las cosas que no tienen prisa. Un tiempo
distinto del nuestro. Al final pienso que la vida, los años, los días,
no se verían tan intimidantes si sólo pensara en este momento. “No hay
nada más difícil que habitar el presente”, escribió Henri Bergson; quizá por
esa imposibilidad de habitar lo inaprensible: lo que sucede mientras sentimos. Veo
la enredadera y pienso: Please, leave this one.
Publicado en n° 251 de la revista Este País.