jueves, 13 de octubre de 2011

Días de camisas viejas


De niño me gustaban las bermudas. Las vestía cada que podía: cuando salía a jugar, en  las reuniones familiares, o cuando andaba, simplemente, por la casa sin hacer nada. Me daba tristeza que lloviera y no me dejaran ponérmelas debido a que se me mojarían las piernas. El gusto por los pantalones que no eran pantalones me duró varios años. Hasta la secundaria, creo. Nunca supe explicar aquella fascinación por los shorts que no eran shorts. Me acuerdo que, una vez, antes de una fiesta, estaba angustiadísimo por no saber que ponerme (primera aclaración: fui un niño gordo; muy preocupado por no parecerlo demasiado.), se hacía tarde y mis papás se empezaban a desesperar. Yo no sé si en serio o más apurada que atenta, mi mamá me recomendó ponerme una bermuda, se te ven muy lindas, me acuerdo que dijo. Muy lindas. Y yo me puse cualquier bermuda. Estoy seguro que ese fue el pretexto para ponérmelas después a cada rato. Uno se inventa pretextos para las cosas que hacemos; las  razones verdaderas nunca las sabemos, sólo pretextos que llegan a destiempo. Hoy, la voz de mi mamá, sigue siendo el pretexto para recordar aquel gusto por las bermudas. Tuve muchísimas; un día, simplemente, dejaron de gustarme. La prenda de siempre empezó a parecerme ridícula, infantil. Ya no me he vuelto a poner una. Cuando veo a cualquier persona con una bermuda, luego de parecerme patética -la persona y la prenda-, siento un poquito de nostalgia por los días en que me hicieron sentir menos gordo, más lindo.


(las cosas que defendimos, la ropa que nos pusimos, los amigos que tuvimos, como cosas inservibles que se van apilando en el olvido)

La semana pasada, luego de descomponer la lavadora, descubrí que una camisa que me gustaba particularmente, estaba rota. Me di cuenta cuando iba a plancharla. La tela rasgada entre los botones y la bolsita esa, donde la gente de oficina pone las plumas. Era cuestión de tiempo. Hacía semanas que había notada la delgadez transparente que iba adquiriendo la tela de la camisa. Ya tenía casi dos años con ella.

Esa camisa, fue la última de una serie de prendas que he ido perdiendo en los últimos meses. Cliente de las malas compras, voy juntando ropa que no me pongo para sólo vestir las mismas diez prendas de siempre. Sigo siendo inseguro. No me gusta darme a notar demasiado. No soy estrafalario, prefiero vestir la misma ropa a vestir diariamente diferente: soy esclavo de lo mismo.

Ya no tiro la ropa vieja que me gusta. La voy guardando como un cementerio bastante malo de las cosas que me dieron más tranquilidad que cualquier otra cosa en el mundo. Cuando veo en mi closet mi blazer verde militar que usaba en la preparatoria, me acuerdo de los días y las personas de entonces. De un momento a otro, el blazer, se fue deshilando de varios lados: las mangas, los bordes inferiores. También se fue rompiendo. Nunca usé una prenda tanto como esa. Sin darme cuenta fui dejando de ponérmelo, también, sin darme cuenta, fui dejando atrás todo lo que esos años me apasionó fervorosamente. De aquellos días, apenas y sobrevivió una prenda. No fueron años ridículos, estoy seguro. 

Publicado en el n° 65 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.