No tengo twitter. No sé si algún
día tendré una cuenta. No podría afirmar que me disgusta. Me da más o menos lo
mismo. A veces, para evadir cualquier discusión, digo que no me registro en la
famosa red social por temor a quedarme inmerso en sus fauces virtuales, a ser un
adicto que escribe en ciento cuarenta caracteres por minuto. Aunque a decir
verdad, me importa poco. De vez en cuenta husmeo las cuentas de algunas
personas que me interesan. Es perfecto que no necesites registrarte para ver
como avanza ese río de falsas nimiedades, de momentos que se acumulan y se van
tirando los unos a los otros. No es que ignore el mundo del tuit; no se puede.
Leo en los periódicos que los tuiteros tal, que los tuiteros esto, que se
avisan del alcoholímetro, que Anahí es la mexicana con más seguidores, que la
vida se está reinventando y que es muy idiota quien no lo esté siguiendo minuto
por minuto. Se me hace genial que la vida quepa en una caja de zapatos, que
alguien diga que se lava los dientes aunque no le esté haciendo en realidad,
que la vida sea breve y se olvide a cada rato.
La gente es visceral cuando se trata de lo nuevo: te gusta o no,
estás adentro o estás afuera. Como si no existieran los puntos medios. Te
exigen la respuesta que quieren oír para vanagloriarse de su buen criterio, de
la manera genial en que evaden el sistema. Para ellos, el sujeto es la mente
creadora que lo da todo para inventar el mundo, en ellos sólo existen los
autores. No entienden cuando Duchamp dice que la pintura está en los ojos del
espectador, no toleran cuando Borges dice que un clásico es lo que la gente lee
como un clásico. No comprenden que twitter es lo de menos, que lo genial es
cuando alguien hace de eso un medio excepcional, cuando no se cuantos jóvenes
egipcios se comunican por ahí cuando se han caído las redes telefónicas, cuando
algunos utilizan, cual Perecs virtuales, las limitantes como posibilidades
creativas, cuando lo de menos es lo de más.
Claudio Magris dice que cualquier anotación, ya sea el nombre de
una calle o la de una casualidad ocurrida durante un viaje, surge a partir del
miedo a olvidar, a perder la vida al segundo siguiente. Somos maquinas fallidas
que olvidamos lo que desearíamos guardar, que acumulamos recuerdos mientras
vamos tirando otros tantos. Escribir sería, entonces, el gesto caduco que
representa nuestro fracaso de ante mano. No podemos detenernos y la vida se nos
deshace entre las manos: escribimos para no olvidar, aunque terminamos
desperdiciando la vida por pensar en el segundo siguiente, en cómo lo vamos a contar.
He visto a los críticos más beligerantes del twitter, uno a uno,
volverse presas de la futilidad que pensaron evitar. Al final, todos, vamos
cometiendo los mismos errores sin darnos cuenta.
Se ha vuelto un lugar común decir qué es el arte, se ha vuelto
otro lugar común clasificarlo todo, hacer la receta ficticia que nunca nos da
los mismos resultados. Esto es un cuadro. Esto es literatura. Esto no.
Clasificamos ante el miedo a lo desconocido. Como en ese cuento de Juan José
Arreola donde una comunidad hormigas, buscando su comida, encuentra un
prodigioso miligramo. Después de eso, en vez de seguir recolectando sus
alimentos, se dedican a buscar miligramos similares hasta que, cegados por la
búsqueda infructuosa, mueren de hambre. Habría que pensar en el arte como ese
prodigioso miligramo: algo que surge por casualidad de entre las cosas de todos
los días; algo que necesita de nuestra mirada para ser prodigioso en realidad.
Habría que, seamos extremistas, olvidarnos de todos los artistas de la historia.