jueves, 25 de junio de 2009

cauces incontrolables

1. Después del Ingles empezó a llover, O y yo apenas pudimos guarecernos en un puesto de periódicos. Aprovechamos para conversar y así seguir escuchando el tintineo grave que deja la lluvia al caer. O encendió un cigarro mientras yo me distraía con los carros que apenas pasaban por Insurgentes, no deja de sorprenderme como a veces la lluvia suspende el ritmo citadino; la gente desaparece e inclusive el tráfico aminora, para tiempo después, regresar con la intensidad desbordada de los embotellamientos interminables: la lluvia mientras sucede y no se desborda, siempre es un descanso. Cuando la lluvia cesó ya era de noche, me despedí de O y de forma inusual abordé el metrobús -tan sólo 3 estaciones son las que me separan de Buenavista, mismas que siempre recorro caminando.

2. Bajé del metrobús ya en Buenavista y es ahí, donde primero una mirada, después una duda y al final una certeza; era Ella. Su semblante que se fue reconfigurando a cada paso, su rostro que llevaba una ligera mueca de enojo, su cabello el mismo, y su mirada que aún contenía esa vieja imagen de mi primer estancia amorosa. Iba acompañada, su novio supongo -ese gesto de enojo que no se brinda a cualquiera la delataba- quizá y fue eso y no más, lo que me hizo dudar, titubear. ¿Cuántas veces no pasé frente a su casa esperando verla, unos segundos apenas? después de lo meses y los años, la espera que se colapsa ante el momento decisivo; tal vez tanto tiempo hizó que no encontrara un camino apropiado para cauce tan desbordado.

Ella no me reconoció, su gesto ausente -su ensimismamiento compartido- la desprendía de la gente.

3. Reaccioné y yo estaba afuera y ella adentro. Pensé en llamarle, gritarle, decirle A soy yo, soy Erik, ¿te acuerdas?... pensé eso y sentí su reconocimiento, pensé en entrar y saludarla, abrazarla, pensé y reconocí la situación, Ella abordando el metrobús, lléndose de nuevo, mientras la vida con ella, se resurgía en mí.

4. Ya en el metro una sensación distinta, algo lejano a la tristeza pero no tan grande como la felicidad, nostalgia supongo, de eso que tuve y ya no es. Pensé en llamarle, aún recuerdo su teléfono, pensé en buscarle aún recuerdo donde vive, pero la fatalidad de toda búsqueda me hizo desistir. Mi rostro reclinado en la ventana sintiendo Saudades más bien.

5. Ella está viva y yo la busco como sin buscarla. Cada que paso nuevamente por la estación de Buenavista, entreno la mirada, la agudizo, ahora sí, listo para saludarla.

lunes, 1 de junio de 2009

lunes, jueves y domingo

1. Es fin de semestre y todos -o casi todos- lucen consumidos por trabajos odiosos que han quedado rezagados: bibliotecas llenas, presiones vanas. Todos tan ocupados que no se preocupan en vivir, todos excepto L que me invita a comer y a sentir. No obstante, la explanada de la Facultad luce un semblante inmejorable; el de la ausencia de su propia plaga -estudiantes dispuestos al sol. Tal vez yo también debería abarrotar la biblioteca, debería repasar libros que no importan y preocuparme por trabajos que no me interesan, formar parte. Pero hoy al ver la explanada vacía ante la tarde nublada decido quedarme fuera un poco más y no pertenecer. Aunque ante la presión parezca que la vida pasa, la humilde verdad -o su símil acaso- es que se desdibuja al hacer aquello que no nos contiene: la verdadera vida es la de todos los días y no la de fin de semestre; esa que aunque se pronuncia fuerte apenas nos habla.

2. En el café que nos ha visto crear las platicas más entrañables L me habla de la sensación que se va creando entorno a su partida; es por ella que he decidido concentrarme en lo que se va aunque no se anuncia; la estética sutil que no grita pero es imprescindible, que nos deja a cada paso y se recrea para volverse a desvanecer. Esa tarde ante el sol que salía y se escondía ante la joven que nos atendía -que en un ayer metafórico era una niña apenas- me doy cuenta que L es, que siempre ha sido mi estética sutil, la más callada.

3. Es domingo y la noche no cae sino se levanta -como tan bien dice Rodrigo Fresan en La velocidad de las cosas, libro el cual sea dicho de paso voy comenzando con intensa simpatía- con algunas gotas de una lluvia que comienza a terminar, leo un poco a la luz del crepúsculo y de la ayuda de una pequeña lámpara recién comprada. La tarde que ya es noche, huele calladamente a tierra mojada, el olor convive por mi ventana abierta a la tarde-noche. Mi cuarto, que da a nuestro pequeño jardín trasero, queda de frente ante una pareja de colibríes que, de un tiempo a esta parte, albergamos con orgullo. De vez en cuando la lectura se suspende y deja que la mirada, también se alze y los veo comer en la fuente llena de granadina y colocada a su disposición , los veo además, corretearse y danzar en una especie de caza juguetona, en un momento casi mágico un colibrí se posa justo enfrente de mi, de mi ventana, lo veo y me siente – me siente lo sé, luce tan cercano; imagen suspendida que dura unos segundos apenas, aunque estoy seguro que ese momento fue más -mucho más- que sólo unos segundos.

Al final la vida va siendo como ese colibrí detenido que se posa frente a nosotros y que con su estética sutil pocas veces alcanzamos a ver.