jueves, 15 de septiembre de 2011

Enfermedad mortal

Nada que festejar. Ni hoy ni nunca. En mi país no creo desde lo ocho años, tal vez nueve. Todas las tardes, después de la escuela salía a dar un paseo en mi bicicleta amarilla. Tan grande, tan bonita. Todas las tardes, la misma ruta. Todas las tarde menos una. Esa vez donde dos hombres, jóvenes yo creo, tendrían -estoy seguro- ahora mi edad, se acercaron y me empezaron a preguntar cualquier cosa. La ruta no se concluyó. Recuerdo las palabras que dijeron, ya no tiene sentido transcribirlas. Era un niño, no un idiota. Supuse que algo saldría mal.  El  miedo no es algo que se aprenda, lo sufres, lo padeces: la piel, el estómago vacío, la falta de saliva. Algo iba mal. Yo lo sabía. De un momento a otro, uno saco un desarmador, se le transformo el rostro. Tenía yo ocho años, tal vez nueve. Me arrebataron mi bicicleta, la primera de las cuatro que me han arrebatado en mi vida. La última hace ya tres años. No se necesita crecer para darse cuenta que la vida en este país, desde hace tanto, está jodida.

“Mi ciudad de origen es en realidad una enfermedad mortal, con la que sus habitantes nacen o a la que son arrastrados y, si en el momento decisivo no se van se suicidan súbitamente, directa o indirectamente, antes o después, en esas condiciones espantosas, o perecen directa o indirectamente, lenta y miserablemente…” así no un mexicano sino Thomas Bernhard, quien habla del Salzburgo de la  primera mitad de siglo. Pero Bernhard siempre creyó que su país era, una enfermedad mortal, no sólo cuando él era niño, sino siempre. Si viviera lo seguiría creyendo. Cualquier ciudad es una enfermedad que nos arrastra con ella.

No sólo los países, la vida en general, es una enfermedad mortal. Sin tremendismos. La vida, ya lo dijo Gorostiza, es una muerte sin fin. La felicidad antecede los golpes. Una sonrisa y un golpe bajo. Fluctuaciones de lo mismo; primero bien, después mal: etcétera. Herta Müller lo ha escrito así: “... el daño siempre prevalece. Que en la vida se presenta la belleza, pero precisamente cuando despunta su brillo, el bumerán de la felicidad devuelve el golpe y arrasa el instante”. Éste y aquel. Todos sin excepción.

Después del café, ella me decía, la felicidad está subestimada. No recuerdo que dije. Sonreí, estoy seguro. Era de noche, íbamos caminando. Teníamos frío. Veníamos de tomar café con unos amigos. En ese momento recordé las palabras de Juan Ramón Jiménez, “Más tiempo, no es más eternidad”. Las dije en algún momento de la caminata. Luego dijimos cosas menos serias, más bonitas, no memorables. Ante el golpe del bumerán que vendrá, es preciso afirmar los momentos en que el mundo, aunque sea brevemente, está completo; lleno. La vida se nos desgaja. Pero eso lo sabemos desde que matamos insectos en los jardines. No se decide tener miedo. Tampoco enamorarse, y querer a los amigos. Buscar a la familia. Salir de paseo. Ver las luces desde la ventana del apartamento. Baltasar Gracián escribió en el siglo XVII que, “no debimos haber nacido, pero ya que hemos nacido, no deberíamos morir”. Así hoy, en este país de muertos apilados, tampoco deberíamos estar aquí, pero ya que estamos, no nos deberíamos dejar morir.  
Publicado en el n° 61 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.

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