jueves, 17 de marzo de 2011

las grietas, las ciudades y las cartografías imaginarias

Desde el viernes pasado, a veces sueño que mi casa se derrumba. La madrugada del primer sueño, después de reponerme de la desesperación, me puse a contar las grietas de mi casa. Después de la quinceava desistí de la numeración. Me asombró la cantidad de grietas que había, su presencia antes transparente ahora era demasiado obvia. Mi casa se derrumba y tiene que temblar en Japón para que lo note. Pensé entonces en Joseph Brodsky y en ese verso suyo que dice que el polvo es la piel del tiempo, las grietas serían entonces algo así como las cicatrices que aparecen para recordar la debilidad de todo cuerpo, de toda construcción; insinúan la posibilidad de la catástrofe. En algún lado leí que setenta por ciento del polvo que se acumula en las casas es piel muerta. No sé si Brodsky sabía eso pero pienso que si el polvo es en su mayoría piel muerta, puede que las grietas sean en su mayoría cicatrices de nuestros cuerpos. Es curioso porque días antes del terremoto leía un titular de El País que decía, lo que mata no son los terremotos sino los edificios. Terrible coincidencia. Por lo que pasó después, por lo que escribo ahora.


El arquitecto y filósofo francés Paul Virilio escribió en su ensayo Estética de la desaparición que inventar la locomotora es inventar su descarrilamiento, todo aquello que aparece está condenado a ser destruido, toda forma lleva su catástrofe de sombra. También las ciudades. En ellas se materializa de cierta forma, el pensamiento de la sociedad: son construidas a partir de las diversas personas que las habitamos pero también de aquellos otros que las habitaron antes de nosotros, de ellos y de los de antes de aquellos. La ciudad no cuenta su pasado, lo tiene escrito en las esquinas de las calles, en los pasamanos de las escaleras, en las ventanas y los pasillos que alguna vez fueron recorridos, en las bibliotecas y en los museos que recrean las ciudades antiguas; cada ciudad es una reinterpretación del pasado.


No hay cementerio para las ciudades, escribió el polaco Adam Zagajewski, y acaso por eso no hay imagen más terrible que la de una ciudad que se derrumba, pues con ella no sólo se derrumban los edificios y las casas, se fracturan también los recuerdos de aquellos para quienes los lugares significaron más que paredes apiladas.


Ante la inminente destrucción es posible -necesario- recorrer nuestras ciudades, nuestras vidas, con otro paso. Con los pasos del viajero. El viajero a diferencia del turista se detiene, sabe mirar. Se guía a partir de cartografías imaginarias, es decir, de caminos que va creando mientras se desplaza. Se deja sorprender. Va a su paso. Se pierde. Genera rutas a partir de sus emociones y de sus intuiciones, de los libros y mapas que antes leyó. Lo que recuerda no es lo que otros le dicen que debe recordar sino lo que lo conmovió, lo que lo asustó, aquello que lo hizo emocionarse. ¿Podemos ser viajeros de nuestras propias ciudades? La pregunta es retórica, lo hemos sido. A veces sin darnos cuenta, lo seguimos siendo. Aunque la mayoría del tiempo, por la rutina y la sobreexposición, padecemos la ciudad. Lo que pasa cuando uno recorre sin pretensiones las calles y las avenidas, es que la vida se desplaza de otra manera, el cuerpo se dispone para la sorpresa y la mirada busca a partir de la imaginación: se vive la ciudad a partir de las emociones y las sensaciones.


Es a partir de estas cartografías imaginarias -este desplazamiento guiado por el placer, la imaginación y la memoria- que se construyen las ciudades de la memoria, o como Italo Calvino las denominó, esas ciudades invisibles. Estas ciudades invisibles son las que guardamos y reinterpretamos con la memoria. Más allá de los armatostes sin forma, del trafico desquiciante, uno recuerda, la ciudad de la infancia, la de los pequeños parques que le vieron jugar, la de las ventanas por las cuales se imaginaron vidas nuevas. Pero no sólo la ciudad de infancia también de aquellas ciudades donde los momentos fueron como debían ser.Por esta manera emotiva de habitar es por la cual uno siente nostalgia en la distancia. Las casas se vuelven recuerdos de concreto. Los lugares adquieren la forma de los sentimientos que en ellos tuvieron lugar. Toda ciudad dispone en sus habitantes cartografías imaginarias a partir de las cuales, surgen esas personalísimas ciudades invisibles, estas ciudades –de la memoria, de la imaginación- se anclan en lugares materiales obviamente, pero su proyección es espiritual e inmaterial, acaso por eso, estas ciudades son más perdurables, se edifican y se reconstruyen a cada instante.


Publicado originalmente en: aQROpolis. Número 35

No hay comentarios: