martes, 8 de mayo de 2012

Ingeniería de lo mínimo


De niño no podía asimilar que los días comenzaran en la oscuridad. Me acuerdo de cuando un primo mayor me dijo que los días iniciaban a las doce de la noche. Se me hizo absurdo. La mañana, mi única forma mental de futuro, no podía ser la simple continuidad de un ciclo. Debía ser un comienzo radical. No una prolongación sino más bien un inicio sin adjetivos. Ya no recuerdo que hice con mi incredulidad. No quería darme por vencido. La vida no podía ser tan tonta como para darme un comienzo cuando estaba dormido. Al final, sin darme cuenta, la noche, esa forma liminar que segrega a los niños, pasó de ser el final del día a la antesala del comienzo. Los mayores me vencieron. Yo quería que la vida comenzara conmigo. Pero llegué tarde. Siempre llegamos tarde a todo.
Los días deberían comenzar cuando uno despierta, ni antes ni después, deberían quedarse suspendidos mientras estamos de baja por el mundo.
De un momento a otro las certezas van siendo quebradas por cuentos más o menos idiotas que los propios. Un día los miedos que no nos dejaban dormir comienzan a ser cosas diferentes. Las siluetas nocturnas que se movían en el clóset se convierten en la ropa que no esta bien acomodada. Los ruidos extraños que no dejan ir a la sala pasan a ser la madera de los muebles que se contrae. Toda mi niñez dormí viendo hacia la pared para que las siluetas del clóset y los ruidos de abajo no me asustaran. Evadir el miedo era tan fácil como ver hacia otro lado.

No me interesa aquello que tiene apellido fantástico. No creo en el voluntarismo de la invención, en su falso paternalismo con la realidad, como si la vida estuviera, ya, terminada de ante mano, como si las palabras y los conceptos no fueran cajas vacías como decía Wittgenstein. Como si todo fuera lo que unos quieren que sea. Me intriga más la falsa imagen que dan las cosas, el velo ficticio con el que suelen engañarnos. Más que bestiarios fantásticos, la mirada entomológica con la que Jules Michelet hace una historia travestida y ficcional de los insectos, no un tipo que termina clasificando de la manera más inocua, sino que disecciona y clasifica de una manera absurda, genial. Entomólogos como George Perec quien en vez de ver insectos se puso a ver “lo que pasa cuando no sucede nada”. O como Augusto Monterroso en “Las moscas”. O Fabio Morábito quien en Caja de herramientas, en vez de escribir sobre arácnidos,  disecciona y analiza clavos y tornillos. No hay anatomía más perfecta que la escrita por José Alvarado de las escaleras.

Juan Villoro dice que entre los niños un año de diferencia no es sólo una cifra, sino trescientas sesenta y cinco aventura de más. En ese sentido, me interesa la literatura que regresa a lo pequeño, que actualiza el valor de los objetos, que nos hace recordar que no hay bestia más incontrolable, como nos hizo notar Joyce, que un día.
Publicado en el número siete de [Radiador].

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