miércoles, 10 de agosto de 2011

Contra las palabras

Una palabra no contiene nada. Antes creía que sí. Pero no. Las palabras son de aire. Cajas vacías decía Wittgenstein. Cajas de cartón; algunas son de voz, otras son de tinta. Aunque ya nadie escriba con bolígrafo; el otro día constaté lo horrible que se pone mi letra cada vez: ya no sé sostener una pluma bic. Nunca aprendí letra manuscrita. Lo intenté. Las palabras siempre se vieron mejor en las libretas de los otros. Ahora casi siempre escribo desde esta pantalla. No está mal. De todos modos siempre tuve fea letra. 

Dice Herta Müller que cuando no decimos nada, nos tornamos patéticos; cuando decimos, nos volvemos ridículos.

Y uno escribe. Dice. Comenta. Susurra. Calla. Platica. Y todo no puede ser más que una indicación, como decía Thomas Bernhard. Un indicio simplemente. Pero las huellas tienen la ventaja de hacer crecer la imagen que no se ve. Todo es más antes de verse. Es verdad que uno se desespera de no decir lo que se quería comunicar, pero también nos conformamos. Me caen bien los que no arrebatan la palabra en las conversaciones. Esos que saben lo absurdo de tanta palabrería; no preguntan después de las conferencias ni alzan la mano durante la clase. Que aburridos los que quieren alargar los debates y decirlo todo de una vez. “Tener cuidado de parecer que uno tiene opiniones -decía Bernardo Soares en su Libro del Desasosiego- no vaya a ser que uno termine dando conferencias”. Pocas palabras.

Esta columna quería ser un elogio de la acción. Pero tampoco creo en esos que están de activos todo el tiempo. No quedarse sin hacer nada es lo mismo que escribir y hablar todo el tiempo.

Me gustan las palabras sencillas. La literatura que más estimo es la que dice como sin decir las cosas. Donde las palabras no pesan e intentan hacer sentir lo que se quiere expresar. La literatura, creo, es precisamente esa imposibilidad de decir la vida. Cómo se escribe un suspiro me preguntaba el otro día V. No supe que contestar. A lo mejor con un poema. O con una frase suelta. Natalia Ginzburg escribió un ensayo donde habla de cómo se sentía culpable de no poder explicar la tristeza de la frase “¡Ah, se va Isabel!”, es chistoso porque una novela suya surgió de esa imposibilidad. Y luego un ensayo, y ella se seguía conmoviendo, sintiéndose culpable de no poder decir cómo la imposibilidad del amor se muestra en frases como esa: palabras sencillas que nos salen como sin querer. El hombre que decía, “¡Ah, se va Isabel!”, estaba a punto de despedirse para siempre de Isabel. Estaba enamorado y no se despidió. Lo dijo susurrando para sí mismo. Y se fue Isabel. Dice Natalia que sus personajes nunca se volvieron a ver.

Alguna vez oí que después de suspirar uno termina por sonreír. Desde entonces siempre que alguien suspira espero una sonrisa después. Casi nunca pasa. Suspiras cuando no sabes qué decir, hacer, pensar; cuando notas que la vida no va como quisieras. Es raro, sería como una sonrisa de resignación. Las palabras no solucionan nada, pero pueden darle sentido a las cosas. Confiar que cuando uno dice, Fue una bonita mañana, ella sabrá lo que le digo. Dejar las indicaciones precisas para construir la Atlántida. Dibujar con palabras la huella exacta. Hacer que después del suspiro, surja una sonrisa

Publicado en el n°56 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.

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