miércoles, 3 de agosto de 2011

Vacíos en el mundo

Las cosas que hemos perdido son vacíos en el mundo; sombras que no pueden reclamar el cuerpo de alguien más: grietas que ya no se pueden resanar. Las cosas no dicen nada, uno oye, pero ellas no hablan. No reclaman, ni gritan: no dicen. A veces, otros llegan y  les dan un nueva voz, pero algo se pierde siempre. Nadie verá ningún juguete como yo veía mi Donatello de Las Tortugas Ninja. Tampoco nadie volverá a ver las burbujas como aquellos niños, esa mañana en el museo. Nadie volverá a pensar que en una polilla cabe el mundo, tampoco que por esa polilla perdida en una fiesta, mientras chocaba con todos, se hacía un mundo. Todo se pierde, nada se queda.

Dramatizo: todo se acaba pero todo puede volver a ser cada instante. Las burbujas son eternas mientras duran, decía Nietzsche. O no. Nada es lo mismo, pero la vida es tan igual que aburre.

Después de trabajar juntos y ser pareja por más de diez años, Marina Abramovic y Ulay decidieron separarse. Para poner punto final a todo eso, decidieron hacer un último performance: The Great Wall Walk (1988). Ambos caminaron 2.000 km a lo largo de la Muralla China, comenzando cada uno en el extremo opuesto. La acción duró varios días. Todos los que siguieron la acción estaban a la expectativa de lo que sucedería en el momento en que se encontraran. Cuando las caminatas se cruzaron, no se dijeron nada. Ni siquiera se detuvieron. Imagino una mirada de reojo, también la turbación de pasar justo al lado de la persona que amas, pero a la cual ya no sabes cómo seguir amando. Los pasos no se aceleraron, pasaron de largo. Un paso y otro. Siguieron.  
     No se ignoraron, no se puede ignorar a quien se amó; yo por ejemplo, la veía de reojo siempre: un día, me acuerdo, mientras leía en voz alta, ella peleaba con su suéter, no podía meter su brazo en la manga, yo la veía, no dije nada. La veía. Sigues caminando, como todos, sólo eso. Pasas de largo. Un paso y otro, uno más y después lo mismo que no es lo de siempre pero parece. Caminar, supongo, es  lo único que hacemos en la vida.

Volví a pensar en los vacíos del mundo por la novela de Herta Müller, La bestia del corazón. Iba en el metro y leí esto: “Como hacen los objetos que yacen en la calle y pasan desapercibidos cuando pasamos a su lado, aun cuando alguien los ha perdido”. Ella puso objetos y yo sólo veía personas a mí alrededor. Muchas. Demasiadas. Me dio tristeza pensar que todos eran el recuerdo de alguien. O que eran el olvido de alguien más. O que estaban enamorados. U olvidados y enamorados a la vez. O todas las posibles cosas que uno puede ser con los demás; para los otros: con ellos. Me sentí tan pequeño, ciego y sordo. Ajá, me conmovieron todas las historias de vida que nunca sabré.  Y me sentí ignorado también. Yo como ellos, soy el olvido de alguien más. Ya no leía, los veía. Luego me desesperé de sentirme así, ridículo y patético por conmoverme con eso. Volví a leer la primera página de la novela, encontré: “Y también se me ocurre que los muertos ya nunca más perderán un botón.” Qué bonito y que triste. Un botón. Me gustaría escribir algo menos obvio, no bonito y triste. No puedo. Bonitos los botones, triste que no habrá más camisas para remedar.  A lo mejor la literatura es eso, el botón que uno ya no pierde cuando muere. 

Publicado en el n°55 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.

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