viernes, 19 de agosto de 2011

Sobre las despedidas

Me estresan los gestos definitivos, las últimas palabras, los arrebatos de telenovela. Ante la mínima presión arruino las cosas; me doy de baja antes de tiempo. He dejado de comprar en lugares donde me empiezan a reconocer. No puedo con las expectativas, con las exigencias ciegas de quien presume conocerte. Tal vez por eso, tampoco puedo con las despedidas. Me quedan grandes. Prefiero dar la vuelta y listo. Decir Adiós y no voltear el rostro; la mayoría de las veces no digo nada: tenso el cuerpo, cierro la boca y me siento inútil. En su Jakob Von Gunten, Robert Walser, escribe precisamente, sobre la farsa de las despedidas: “¡Qué breves son los adioses! Uno quiere decir algo pero como se le olvida la frase apropiada, no dice nada o bien suelta alguna tontería. Despedir y despedirse es horroroso”.

Lo que me desespera de los actos protagónicos, es el ingenuo afán de control; esa mentira de la voluntad: no somos lo queremos, apenas y somos lo que podemos. Decía Joseph Brodsky que el amor siempre es más grande que nosotros. No sólo el amor, la vida en general,  siempre es más grande que nosotros.

Me gustan los gestos impedidos, las cosas que no terminan de acabar. Contra la voluntad de las despedidas, mejor dejar las cosas. Resignarse. No forzar demasiado. Darse por vencido. Saber que de todos modos, los puntos finales casi siempre son punto y seguido. Guardo las imágenes triviales de las despedidas definitivas: la risa incomoda, el sudor en las manos, el gesto torpe que dice ser un beso.

Dice Vila-Matas que, “A veces hay personas que sin saber que estaban enamoradas se despiden para siempre”  No dejo se sentir cierta tristeza ahora que transcribo la frase. Las verdaderas despedidas no son protagónicas. Son de todos los días. Te vas y ya. No te das cuenta. Despedirse de verdad, me decía L, es más las palabras que no dices que el discurso memorable; es confiar en la otra persona, saber que ante todo y después de todo, estará bien. No es la última carta que se envía para explicarlo todo. Es mucho menos. Te sales de la escena. Confías.      

No recuerdo dónde leí que al subirse al barco que se lo llevaría de Argentina para siempre, el polaco Witold Gombrowicz, gritó: Maten a Borges. Supongo la ironía. Era 1963. Pero se me hace un gesto demasiado ingenioso. Mejor las despedidas que no parecen tal, el mismo Gombrowicz escribe en su diario sobre aquella partida: “He aquí  cual fue para mí el final de la Argentina: una mirada inadvertida, innecesaria, en una dirección casual; el farol, la placa, el agua, todo ello me penetro para siempre".

Una despedida es un farol visto desde lejos.

"Hay demasiada vida -escribe Francisco Brines- para una despedida”. Me acuerdo que le dije el verso varias veces. Lo repetíamos como mantra. Yo no sé si la volveré a ver. Pero tengo la última imagen de nuestra historia en mi cuello. La encontré por casualidad y la acompañé a su facultad. Llevaba unos zapatos horribles, eran de tacón cuadrado. Se veía linda. Al despedirnos nos abrazamos como siempre. Ya no era siempre.  Recuerdo la forma en que dejó caer su rostro en ese hueco, entre el cuello y el hombro. Cerré los ojos. Hacía meses que no la veía. Hay demasiada vida para una despedida. Le he escrito. No me ha contestado.


Publicado en el n° 57 de aQROpolis, suplemento cultural del periódico Plaza de Armas de Querétaro.  

No hay comentarios: