miércoles, 22 de junio de 2011

Ese ir y venir de lo mismo

No sé en qué momento me empezó a gustar lavar los trastes. Podría mentir escribiendo que cuando niño. Pero no; en esa etapa de mi vida odiaba, por encima de todas las cosas, hacer la limpieza (y estar en casa, tampoco aguantaba quedarme en casa). Ahora que lo pienso no podría estar tan seguro diciendo que me gusta; más bien, ciertas cosas que pasan mientras lo hago; no tanto el lavar por lavar, sino por el tiempo que se me va mientras enjabono y enjuago.  Ese estar parado frente a la ventana de mi cocina. Pensar que recuerdo algunas cosas. Varios rostros.  Algunas frases. Ciertos pasajes de libros leídos.  Tararear la canción que  se escucha del iPod. A veces,  mientras tomo un plato, también  se siente un golpe seco. El hueco que se hace después del recuerdo. Darse cuenta que la única batalla verdaderamente épica que libras en tu día es estar allí, lavando los trastes. Aguantándote a ti. Y la ventana sigue ahí, haciendo lo mismo de siempre. Todo es lo mismo. No hay nadie en casa y hace unos días cumplí 23 años.

Ensuciar los platos, lavarlos de nuevo: así se podría resumir la vida. En ese ir y venir de lo mismo; enjabonamos y luego el agua, después al escurridor, tomamos otro y así seguimos con los cubiertos. Yo primero lavo los vasos, luego los cubiertos y los platos, al final las ollas y las sartenes. A veces al jabón preparado, le exprimo un limón para quitar los malos olores. Siempre uso guantes.

Un ritual de lo mismo. Así son los años. Una hora y después un día. Luego las semanas y los meses. Al final tienes un año de más. Luego otro y así. Acumular años y no saber nada de la vida. Es en El mal de Montano, de Vila-Matas, en  la parte de Teoría de Budapest, dónde la madre del narrador, finaliza un texto escribiendo, “tanto abrochar y desabrochar”.  No tengo la novela a la mano. Pero nunca se me fueron esas frases, y una vez se las escribí a R. No dijo nada. Últimamente nadie dice nada. Tanto abrochar y desabrochar para que al final nadie diga nada.

La mamá de Joseph Brodsky decía que lavar los trastes puede ser  terapéutico.  Se lo dijo por teléfono. Esa escena, o más bien, el recuerdo de ese momento, viene en el ensayo de Brodsky que se llama En una habitación y media. Me gusta imaginar un Joseph Brodsky maduro que en su departamento de Nueva York, después de la comida, enjuaga los vasos. Entonces recibe una llamada desde la desaparecida Unión Soviética. Luego los eufemismos para no levantar sospechas. Las palabras que no decían lo que sentían, eran los silencios más bien, la estática de la lejanía, los suspiros. La manera de acercar el auricular a la cabeza.

Tanto abrochar y desabrochar, pero nada es nunca lo mismo: los trastes van siendo remplazados sin darnos cuenta, algunos se rompen durante la comida, otros solamente se tiran por viejos. Se compran nuevos. Algunos se van quedando en la esquina de la alacena, sin una mano que los alcance.  Lobo Antunes en una de sus crónicas, resume la vida con un hombre que carga una pila de platos, al principio de la vida uno va trasladando sus trastes de un lado a otro: en algún momento se cae uno, después otro, intenta que no se le caigan los demás y al final, en ese intento desesperado, se le rompen todos. Cada plato es el rostro de alguien cercano. Cuando los restos están en el suelo, ya no hay tiempo de comprar vajilla nueva.

En la bandeja de entrada. Un mail de Ella. Recordatorio en el fondo de la nevera, le puso de título. Y ahí me quedo.No hay trastes, ni ventanas, sólo una nota virtual. Veo mi nota de nevera. Y no sé. Nadie dice nada y todo es  lo mismo, pero allí, frente a la pantalla, de nuevo, la vida que no parece ser la misma.

Publicado en el n°49 de aQROpolis suplemento cultural del periódico Plaza de armas de Querétaro

1 comentario:

Gabo dijo...

A mi no me gusta lavar los cubiertos, me dan asco!!!